El budismo en el cine de Hayao Miyazaki
En cierta ocasión, con motivo de una entrevista al magacín Animerica, el realizador nipón Hayao Miyazaki (1941) confesó lo siguiente: «No soy agnóstico (…), pero (…) me irrita la idea de que el hombre sea el ser supremo escogido por Dios». Coherente con estas declaraciones, el director japonés nos lega –ahora que ha anunciado de forma oficial su retirada– una singular filmografía en la que, de manera reveladora, los humanos constituyen sólo un eslabón más en la gran maquinaria de la creación. Su papel en el desarrollo de las historias resulta tan determinante como lo pueda ser el del resto de personajes con los que comparten protagonismo, trátese de animales, dioses o espíritus, los cuales, fieles a esta premisa, rara vez aparecen antropomorfizados al estilo de, por ejemplo, las figuras de Walt Disney, en las que subyace el deseo de someter a la naturaleza; antes al contrario, suelen exhibir de manera flagrante su alteridad con respecto a la condición humana. Lejos de ser éste un tema baladí, la apuesta de Miyazaki por la unidad armónica de un mundo que dé cabida en su seno a la más absoluta diversidad se erige en la columna vertebradora de la filosofía moral que sustenta su producción, y que, como no podía ser de otro modo, dado el contexto sociocultural que la ha visto nacer, nos remite a postulados de corte budista, es decir, a la religión que, junto al sintoísmo, ha conformado la mentalidad de los habitantes del país del sol naciente a lo largo de los siglos.
No en vano, esta negativa de Miyazaki a otorgarle al hombre una posición preeminente en el universo y su insistencia en la tesis de que «todos somos parte de un todo conectado», como ponen de relieve en sus películas los «desposorios místicos» entre humanos y personificaciones de la naturaleza –Chihiro y Haku en El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001), o Fujimoto y Gran Mammare, por un lado, y Sōsuke y Ponyo, por otro, en Ponyo en el acantilado (Gake no ue no Ponyo, 2008)–, nos permiten rastrear el influjo que sobre él ha ejercido uno de los principios básicos del zen: el muga o «ausencia del ego» –anātman, en sánscrito–, una de las Tres Características de la Existencia (Tri Laksana) que, junto a la «transitoriedad» (anitya) y el «sufrimiento» (duḥkha), son proclamadas por la doctrina búdica.
A su vez, la «transitoriedad» o mujō, que es el nombre que recibe en japonés, está estrechamente vinculada a la noción de mono no aware («pathos de las cosas»). Esta «empatía hacia las cosas» o «sensibilidad de lo efímero» designa la conciencia de la inestabilidad del mundo (yo no mujō) y la tristeza agridulce por la fugacidad de la vida, y se acerca a la idea virgiliana de lacrimae rerum. Lupin III – El castillo de Cagliostro (Rupan Sansei – Kariosutoro no shiro, 1979), El castillo en el cielo (Tenkū no shiro Rapyuta, 1986), Porco Rosso (Kurenai no buta, 1992), El viaje de Chihiro o El castillo ambulante (Hauru no ugoku shiro, 2004), por señalar algunos paradigmas, son películas con un mismo denominador común: la recreación de mundos en vías de extinción –si no ya desaparecidos– con un fuerte sentimiento de nostalgia profundamente conectado con esta idea. En palabras del propio Miyazaki, «[e]so es lo que hace al pasado tan conmovedor… el hecho de que no se puede volver a él. El hecho de que nunca podrá ser recuperado».

Tal concepto no puede desligarse de aquél otro que, con toda probabilidad, sea el que más ha marcado la estética y la visión del mundo niponas, confiriéndoles esa peculiaridad que tradicionalmente las ha caracterizado: el wabi-sabi. En su libro Wabi Sabi: The Japanese Art of Impermanence, Andrew Juniper afirma que «si un objeto o expresión es capaz de provocar en nosotros una sensación de serena melancolía y anhelo espiritual, entonces dicho objeto puede considerarse wabi-sabi». ¿Cómo no contar, dentro de dichos objetos, las obras de Hayao Miyazaki?
Este artículo se centra en la influencia que las enseñanzas de Siddhārtha Gautama (c. 563-483 a.C. – c. 483-411 a.C.) han ejercido en los trabajos del cineasta, desde sus primeras creaciones hasta sus últimos largometrajes –una influencia que se manifiesta de manera muy diversa, dependiendo siempre de las necesidades del relato–.
A nadie se le escapa, desde luego, que la estatua de Jizō–el protector de los niños y los viajeros– junto a la que May y Satsuki se refugian de la lluvia en Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988), aquélla otra que preside el cruce de caminos por donde pasa Satsuki buscando a su hermana, o las seis figuras pétreas alineadas del mismo bosatsu (roku-Jizō) junto a las que Satsuki encuentra al final a May (véase la imagen de cabecera), aluden claramente a la iconografía budista, lo mismo que el nenbutsu que reza la abuela de Kanta cuando se halla el supuesto zapato de la pequeña en el estanque.
Otras referencias más sutiles, sin embargo, exigen una mirada entrenada por parte del espectador para ser descubiertas, como es la inscripción 浄土 (Jōdo = Tierra Pura) que aparece sobre el dintel de uno de los corredores de la casa de baños de El viaje de Chihiro, y que designa el Paraíso de Occidente donde mora Amida Butsu, el Buda de la Luz Infinita, tan venerado en Japón; o la figura de Bō, el gigantesco bebé de Yubāba, que está directamente inspirado en Shan Tsai, uno de los dos acólitos que, según el Sutra Avatamsaka o Sutra de la Guirnalda, asisten siempre a la diosa de la compasión y la misericordia Guan Yin –nombre chino del bodhisattva Avalokiteshvara–, y que, a su vez, se inspira en Dek Gim Tong, el Niño de Oro que, junto a Gek Nueng, la Muchacha de Jade, ejerce como aprendiz y ayudante de los Ocho Inmortales del Taoísmo –de ahí la apariencia china con la que Miyazaki concibió al personaje, y de ahí también el babero rojo que lo caracteriza, idéntico al de Dek Gim Tong. Del mismo modo que el Niño de Oro acompaña a las divinidades taoístas, Bō aparece en la película rodeado de los dioses del sintoísmo–.

A decir verdad, El viaje de Chihiro ofrece todo un catálogo de «citas» budistas que abarcan desde la incorporación de elementos visuales como los mencionados arriba hasta la apropiación de sentencias como la que Kamajī le dirige a la heroína en la sala de las calderas: «¡Acaba lo que has empezado!» –una de las máximas del Bodhisattvamaniavali o Rosario de Joyas del Bodhisattva escrito por Atisha (980 – 1054)–, pasando por alusiones más o menos veladas a conceptos como el de muga o «inexistencia del yo», que también tiene que ver con «la belleza de las cosas que no son bellas» –en palabras de Mitsunori Kataama, director de animación digital de la película: «En El viaje de Chihiro aparece mucho lodo y basura, pero incluso eso había de ser visualmente deslumbrante»–; por particulares revisiones de leyendas populares como la protagonizada por la emperatriz Kōmyō (701 – 760), quien, en un acto de caridad, lavó en cierta ocasión a un mendigo que luego se reveló como el Buda, y de la que deriva el episodio del Okusare-sama, el dios podrido al que todos rehúyen y que, después de ser atendido por Chihiro en la casa de baños, se transforma en una venerable deidad fluvial; o por curiosas actualizaciones de mitos como el de Kishibojin, una especie de diablesa que se dedicaba a secuestrar niños humanos para comérselos. Según esta fábula, Buda escondió en cierta ocasión al más pequeño y querido de sus mil vástagos, y, aunque la madre removió cielo y tierra para encontrarlo, no fue capaz de dar con él; parecía haberse esfumado. Buda se le apareció entonces y le hizo ver que el dolor que ahora estaba experimentando era el mismo que sentían las progenitoras de los niños que ella devoraba sin remordimientos. Kishibojin, arrepentida, juró no volver a hacerlo y se convirtió al budismo. Desde entonces, se la venera como guardiana protectora de los infantes y del nacimiento.
Igual que la ogresa del cuento, la bruja Yubāba, que somete a los demás robándoles el nombre, enloquece de dolor y rabia cuando descubre que ha perdido a su hijo Bō. Miyazaki nos la muestra desesperada y colérica, echando fuego por la boca, con los cabellos ensortijados y ondulantes como culebras y con las uñas de las manos dispuestas como garras, en una representación cercana a la de las mujeres endemoniadas de la imaginería folclórica nipona, la pintura clásica y el teatro nō, sobre el que, por cierto, el budismo ejerció un poderoso ascendente.

El tema de la «ocultación divina», muy presente en la tradición japonesa, aunque no exclusivo de ella, como atestigua, por ejemplo, el budismo tibetano, de raíz esotérica, influyó notablemente en la concepción del filme ya desde la misma elección del nombre, pues «ocultación divina» o «rapto divino» es lo que quiere decir el término kamikakushi del título original. En efecto, la protagonista queda atrapada, «extraviada» –spirited away– en una dimensión paralela al mundo «real» justo en el momento en el que las deidades hacen su aparición en la película. Posteriormente, cuando Yubāba le roba el nombre, la Chihiro del mundo ordinario es de nuevo «ocultada», esta vez para reaparecer como Sen en el mundo mágico. Sen to Chihiro no kamikakushi, por tanto, vendría a significar «El rapto divino de Sen y Chihiro».
La concepción de dos universos distintos que, sin embargo, están inextricablemente unidos, y que en El castillo ambulante alcanzará aún mayor complejidad con la inclusión de desplazamientos interdimensionales y de un disco mágico teletransportador, no es en absoluto casual; ello también nos remite al pensamiento búdico, para el que todo forma parte de una misma red cósmica, o, dicho de otro modo, para el que hay muchos mundos dentro de éste. Así lo testimonia la creencia de que los vivos y los finados, pese a pertenecer a diferentes planos de existencia, pueden interactuar unos con otros, como ocurre, por ejemplo, en el o-bon matsuri, una festividad nipona de origen precisamente budista. Así lo evidencian también los seis reinos del samsara –el de los dioses, el de los semidioses, el de los humanos, el de los animales, el de los fantasmas hambrientos y el de los infiernos– descritos en la conocida Rueda de la Vida, que en El viaje de Chihiro encuentran su equivalente en las divinidades que acuden a la casa de baños, los empleados animalizados –hombres-rana y mujeres-babosa– que allí trabajan, los espíritus hambrientos que pululan entre los restaurantes al otro lado del puente, y los humanos –Chihiro y sus padres– que se aventuran a adentrarse en el lugar.

Esta pluralidad de universos interconectados, que es una constante en el cine de Miyazaki, suele ir acompañada de un enfoque narrativo múltiple mediante el que, saltando una y otra vez del punto de vista de la naturaleza al de las personas, y viceversa, la perspectiva varía constantemente para ofrecernos un rompecabezas de diversas motivaciones que impulsan las acciones de los participantes de la historia, y que, como sucede, sobre todo, en las creaciones épicas Nausicaä del Valle del Viento (Kaze no Tani no Naushika, 1984) y La princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997), nos impide llegar a una conclusión única y categórica.
Dicha plurifocalización está íntimamente relacionada con la idea expuesta al inicio del artículo de que todos los seres creados son piezas igual de importantes en el engranaje cósmico. Al contrario de lo que ocurre con el antropocentrismo de la animación occidental, en la que los animales, las plantas y los objetos están modelados a partir de las características del ser humano, en los filmes de Miyazaki el hombre es «sólo una pequeña especie entre las muchas que habitan este planeta». Incluso cuando la naturaleza se humaniza mediante el recurso de hacer hablar a los seres sensibles y/o insensibles que la pueblan, no es el deseo de domesticarla lo que guía el mensaje del relato, sino más bien un sentimiento de profunda empatía con ella, basado en las ideas budistas de amor y compasión universales, y hasta de gratitud hacia las cosas que nos rodean y que en algún momento nos fueron de alguna ayuda. Ello tiene mucho que ver con el concepto clásico de wabi-sabi antes mencionado, que, entre otras cosas, también implica saber extraer la utilidad de los objetos, siguiendo el proverbio que reza: «cada cosa y cada ser tienen su lugar y su función; nada es inútil». Así se explica la desfamiliarización de nociones comúnmente aceptadas, que lleva aparejada toda una subversión de normas, y, en consecuencia, la destrucción de las expectativas del público, algo que se ha convertido en sello de identidad de la obra miyazakiana.
La estrategia desestabilizadora de la perspectiva múltiple encuentra su plasmación a nivel gráfico en el detallismo de los fondos, algo infrecuente en la animación, en la cual éstos constituyen, por lo general, un mero espacio para situar la figura humana, centro casi siempre de nuestra atención. Dichos fondos son, además, convertidos muchas veces en primeros planos, como acontece con el caracol que se arrastra por un tallo en Mi vecino Totoro, la hierba que agita el viento al comienzo de Nicky, la aprendiz de bruja (Majo no takkyūbin, 1989) o el estallido de vida submarina que muestra el prólogo de Ponyo en el acantilado. Este hecho resulta aún más insólito si tenemos en cuenta que, en contra de lo que dictan los cánones del modelo de representación institucional, tales planos no desempeñan papel alguno en el desarrollo de la narración, al margen de contextualizar en el espacio las acciones de los personajes. ¿Cuál es entonces su razón de ser? El mimo y el cuidado con el que están diseñados y pintados nos están hablando, en definitiva, de un amor inconmensurable por la naturaleza, trabajada artísticamente –siguiendo la lógica «budista»– como si del rostro humano de los protagonistas se tratase. Incluso cuando el entorno es hostil al hombre, como sucede con el bosque del shishi-gami (el dios ciervo) en La princesa Mononoke o con el Mar Podrido en Nausicaä del Valle del Viento, la ternura manifestada hacia todos los elementos del medio se hace patente en la minuciosidad con que éstos son (re)creados sobre el celuloide. Esta unidad entre figura y fondo, forma y vacío, no es más que la traslación a la gran pantalla del principio filosófico conocido como funi o «ausencia de dualidad». Lejos de servir como herramienta técnica para una mera estética de lo bello, la animación se convierte así en vehículo sublime para la transmisión de una verdad ética universal.

Por otro lado, el dispositivo narrativo de la multifocalización, con la intervención de distintos actuantes en la historia, permite a Miyazaki problematizar cuestiones y actitudes que, de resolverse los conflictos como enfrentamientos duales, acabarían por causar en el espectador la adhesión cómoda a un bando y el rechazo al otro. En cambio, películas corales como Nausicaä del Valle del Viento y La princesa Mononoke permiten establecer relaciones complejas entre los personajes e introducir una gama amplia de matices en su comportamiento, lo que lleva a la audiencia a revisar continuamente sus posiciones. ¿Quién procede de manera correcta y quién no? ¿Quién es bueno y quién es malo? ¿Podemos plantear esta antítesis moral simplista en una situación en la que todos tienen razones para comportarse como lo hacen? A decir verdad, en la obra de Miyazaki los personajes no se dividen en «buenos» y «malos», como suele ocurrir en el esquema maniqueo de la animación –y del cine, en general–, sino que presentan rasgos positivos y negativos a partes iguales, lo cual se ajusta a una visión más real de las cosas. Con la excepción del Conde en Lupin III – El castillo de Cagliostro, de Lepka en Conan, el niño del futuro (Mirai shōnen Konan, 1978) y de Muska en El castillo en el cielo, retratados, ciertamente, como individuos oscuros y claros adversarios, las figuras miyazakianas suelen ser un compendio de luces y sombras, de virtudes y defectos que ponen de manifiesto el falso dualismo del ser humano entendido en los términos acostumbrados de oposición entre el bien y el mal.
Tras esta concepción subyace, de nuevo, la filosofía búdica: a diferencia de la culpa teológica de la tradición judeocristiana occidental, la noción de culpa en Oriente va indisolublemente unida al condicionamiento de la energía derivada de los actos erróneos de vidas pasadas; aquellos que consideramos «malos» son, en la mayoría de los casos, seres incapaces de controlar su karma negativo, o bien con una voluntad débil para hacerlo, cuando no seres que ignoran el camino de la rectitud, al estar sus acciones motivadas no tanto por un deseo consciente de provocar el mal como por desconocimiento del bien. El hombre no es en esencia bueno ni malo; puede volverse una cosa u otra conforme a su conducta. El Vajrayāna o budismo tántrico va aún más allá, al sostener que la bondad es inherente a su naturaleza. Así pues, más que de una irreconciliable dicotomía, cabría hablar de una unicidad de la dualidad en el ser humano. De ahí que los protagonistas de las películas de Miyazaki disten mucho del héroe ideal, y los antagonistas, lejos de la imagen del clásico villano, puedan llegar a inspirarnos simpatía; de hecho, los enemigos del personaje principal suelen acabar convirtiéndose en sus amigos, como ocurre con los piratas aéreos de El castillo en el cielo y de Porco Rosso, o con la Bruja del Páramo de El castillo ambulante. En ocasiones, las historias incluso se plantean sin adversarios. Son los casos de Mi vecino Totoro; Nicky, la aprendiz de bruja y Ponyo en el acantilado, verbigracia.

Precisamente de este rechazo a crear conflicto –o de la voluntad de solucionarlo, cuando surge, de modo cordial– nace el tema rector de la filmografía miyazakiana que aparecía sugerido al comienzo del artículo: el dharma (o doctrina) de la no violencia. Nausicaä del Valle del Viento y La princesa Mononoke, que constituyen las dos películas más duras de la producción de su autor, son, paradójicamente, las que más desafían el mito extendido de la violencia redentora, la creencia espuria de que la agresión es un medio aceptable y efectivo para resolver las diferencias. El papel mediador entre los distintos grupos humanos y entre éstos y la naturaleza que, aun a riesgo de perder la propia vida, juegan Nausicaä y Ashitaka en sus respectivos relatos, evitando el derramamiento de sangre y ayudando a aquéllos atrapados en la rueda imparable del desquite y el rencor, ha llevado a algunos estudiosos a equipararlos a la compasiva figura del bodhisattva, que en la tradición Mahāyāna realiza votos para liberar del samsara a todos los seres sensibles. Más aún: podría decirse que el plano de La princesa Mononoke en el que, antes de ser decapitado, el dios ciervo hace brotar plantas y flores del fusil de Lady Eboshi, en un guiño al eslogan jipi del Flower Power estadounidense de la década de 1960, condensa a la perfección la ideología pacifista que anima líricamente toda la obra de Hayao Miyazaki.
Fuentes:
- Texto extraído de: Revista Kokoro Nº18, mayo-agosto 2015 | Texto creado por: Raúl Fortes [CoolJapan.es]
- Textos consultados: CAVALLARO, Dani, The Animé Art of Hayao Miyazaki, Jefferson, Carolina del Norte y Londres, McFarland & Company, Inc., 2006. | FORTES GUERRERO, Raúl, Guía para ver y analizar: «El viaje de Chihiro». Hayao Miyazaki (2001), Valencia, Nau Llibres/Octaedro, 2011. | LEDOUX, Trish (ed.), Anime Interviews. The First Five Years of ‘Animerica, Anime & Manga Monthly’ (1992-97), San Francisco, Cadence Books, 1997. | LOY, David R. & GOODHEW, Linda, The Dharma of Dragons and Daemons: Buddhist Themes in Modern Fantasy, Boston, Wisdom Publications, 2004.
- Imágenes protegidas por derecho de autor: Hayao Miyazaki y Studio Ghibli (© Studio Ghibli) para las ilustraciones 1, 2, 3, 4, 6, 7, 8, 9, 10 y 11 | Valeska Gehrmann (© 2008: Valeska Gehrmann at nationsonline.org) para la ilustración 5.