Sitges es un pueblo, por encima de todo, fantástico. Y lo es no solo por su encantador aire mediterráneo o sus enormes posibilidades de ocio, sino también porque durante el lapso que dura su Festival de Cine se respira el género en cada rincón del lugar. Monstruos de cartón-piedra recibiendo a los clientes en muchos comercios; pegatinas por doquier de King Kong en pleito con un par de aviones en plena playa; y cómo no, las efigies en cartulina de Drácula, el hombre lobo o Pinhead, escudriñando desde las alturas a los transeúntes, con ademán de seleccionar a una futura víctima, en un terrorífico trasunto de los adornos navideños.

Sin embargo, en la 48ª edición del Festival Internacional de Cine Fantástico de Cataluña se utilizó la conocida caja de Seven (Se7en, 1995) como motivo visual primordial, puesto que el mítico thriller de David Fincher cumplía veinte años desde su estreno. Que se homenajee de tal forma una película sin un ápice de fantasía en su guión sirve para que el lector se haga una idea de cómo ha ido evolucionando el festival últimamente. Y por supuesto que lo fantástico o ficcional, el terror o lo sobrenatural, siguen copando el protagonismo temático, pero también se deja un espacio importante a todas aquellas manifestaciones geek que susciten interés entre el público.
Un ejemplo inmejorable lo constituye la ganadora del certamen, The Invitation (Karyn Kusama, 2015), un thriller psicológico con tintes de drama que, a priori, reúne muy pocos méritos para haber triunfado aquí. Tampoco deja de ser muy sintomático el estreno de Love (Gaspar Noe, 2015), de poco interés si no llega a ser la primera película comercial con sexo explícito en 3D. Siempre recordaré a algunos miembros de la policía y la seguridad pidiendo los carnets de jóvenes para cerciorarse de que no eran menores justo antes de la proyección. También quisiera hacer mención a la extraordinaria La bruja (The Witch, 2015), ópera prima de Robert Eggers, y que, de no ser por su carácter inaugural, seguramente hubiera dispuesto de muchas papeletas para erigirse por encima de todo lo que se ha visto este año.
Ciñéndonos a las películas japonesas, la organización del festival ha tenido a bien distribuirlas en nueve secciones. Por nuestra parte hemos creído más oportuno organizarlas en función de su formato, ya sea live-action, animación o cine convencional. Siguiendo este modus operandi obtendremos como resultado tres grandes epígrafes que a continuación procederemos a desarrollar en esta crónica del Festival de Cine de Sitges 2015.
Crónica del Festival de Cine de Sitges 2015
LOS LIVE-ACTION
Siendo el manganime uno de los soportes ficcionales por antonomasia, no es extraño que sus adaptaciones al cine formal cada vez alcancen mayor protagonismo en eventos como Sitges. Ahora bien, para seros sincero, nunca he congeniado con este tipo de industria, cuyo principal interés radica en desvivirse por asemejarse lo máximo posible a la serie que emula. ¿Y cómo conseguirlo si intentas adaptar a la imagen real convencionalismos pensados para triunfar en la ficción ilustrada? El resultado suelen ser filmes de presupuesto limitado, carentes de la frescura argumental de los originales, visualmente inconcebibles, y, por si fuera poco, colmados de actores que parecen más cosplayers que otra cosa.
Más o menos esta es la penitencia que han de pagar Assesination Classroom (Eiichiro Hasumi, 2015) y As Gods Will (Takashi Miike, 2014), intrascendentes en su propuesta por sonarnos a repetitiva, aunque disfrutables si no se busca nada más allá de la simple distracción. En ambas narraciones, seres extraterrestres quiebran la cotidianeidad de un grupo de estudiantes de instituto, conocido foco de calamidades desde el ya lejano éxito de Battle Royale (Kinji Fukasaku, 1999).
En cuanto al primero de los casos, es notorio cómo un elemento que funciona a la perfección en el manga de Yūsei Matsui –el divertido personaje principal Korosensei– pierde toda su potencia visual en su salto al live. Yendo más allá, nuestro querido extraterrestre desluce hasta la ridiculez fuera de su contexto natural, interactuando con personajes de carne y hueso que parecen pertenecer a una guionización desemejante. Por su parte, la adaptación del manga de Kaneshiro es muy divertida hacia su primer tercio, pero a partir de la prueba de los kokeshi lo hilarante se va diluyendo hasta desembocar en un final anticlimático y sin ningún tipo de interés.
De una forma u otra, ninguna de las películas anteriores supone el esperpento alcanzado por Ataque a los titanes 1 y 2 (Shinji Higuchi, 2015), sobre todo al provenir de una serie excepcional en muchos sentidos. Higuchi, quien colaborase con Hideaki Anno en Nadia: el misterio de la piedra azul, incumple demasiados parámetros referenciales de la historia original como para hacernos partícipes de su adaptación. Quizá los más llamativos sean el contexto ambiental, que cambia una ciudad centroeuropea del s. XIX por otra de características magrebíes; la omisión de la estética steampunk debido a la existencia de artefactos eléctricos como tanques o helicópteros; y por encima de lo demás, la ausencia de quizá el personaje más carismático de la versión en papel: Levi Ackerman. Si a ello le añadimos que la segunda película se ve obligada a cerrar el arco argumental libremente, pues como es sabido el manga aún se halla inconcluso, obtendremos una producción más deudora del cyberpunk de Kazuaki Kiriya y su Casshern que de la misma serie de Tetsuro Araki. A pesar de todo, siempre quedará la irrupción del Titán Colosal al inicio de la primera película como demostración elocuente de lo que pudo haber sido de no haberse consumado el desastre ulterior.

Pero no todos los live-action han sido mediocres. De hecho, uno de los mayores activos del Festival ha sido la presentación a nivel mundial de I’m a Hero (Shinsuke Sato, 2015) la adaptación al cine del manga de Kengo Hanazawa. La historia gira en torno a Hideo, un mangaka prometedor en sus inicios pero creativamente estancado a sus treinta y cinco años de edad. Cierto día, cuando se dispone a ir a su casa para hacer las paces con su esposa, descubre que esta se ha convertido en zombi. A partir de aquí, la trama, que básicamente trataba sobre el difícil mundo editorial japonés, da paso a una fresca comedia apocalíptica de muertos vivientes muy en la línea de Zombies Party (Edgar Wright, 2004).
Lástima que en la segunda mitad del metraje se abandone ese tono para abrazar el drama y el gore más convencional estilo The Walking Dead (Robert Kirkman, 2010). Esta decisión desluce el acabado final, que parecía desmarcarse de la predominante seriedad del cómic y apostar por el humor, más adecuado si se quiere disfrutar plenamente de una película con el zombi –monstruo torpe, paródico, y a todas luces ridículo– como antagonista principal. De cualquier forma, son innegables la notable factura técnica de la producción de Sato y el excelente ejercicio de casting demostrado con Yō Ōizumi, cuya interpretación de Hideo, de forma parecida a los hobbits en la obra tolkieniana, seduce al público convenciéndolo de que cualquier persona puede ser un héroe según las circunstancias.
No obstante, siempre recordaré Sitges por haber disfrutado de la primera y segunda parte de Parasyste (Takashi Yamazaki, 2014, 2015), probablemente el mejor live-action de los rodados hasta la fecha. Es cierto que gran parte del mérito hemos de atribuírselo al anime de Kenichi Shimizu, pero son innumerables las versiones de series extraordinarias que han resultado ser despropósitos llevadas a la imagen real, como fue el caso de Mushishi (Katsuhiro Ōtomo, 2006).
Parasyte nos sitúa en un mundo afectado por una invasión de seres extraterrestres que necesitan un huésped para sobrevivir y desarrollarse. Cuando infectan a los humanos, los aliens toman no solo posesión de sus mentes, sino que son capaces de manipular sus células hasta adquirir prácticamente cualquier forma física. Así, un parásito puede vivir oculto asumiendo el rol social de su anfitrión; también adoptar la forma de otros humanos; o incluso convertir sus cuerpos en armas punzantes o filos mortales. Pues bien, el co-protagonista de nuestra historia lo es porque resistió la intentona de su parásito de dominar su cerebro. Migi, que también ejerce como personaje principal, se vio obligado a introducirse en el brazo de su «víctima», desarrollando una inusitada relación de amistad y colaboración con ella.
El filme presenta una inmejorable dinamización dramática entre los intereses de los humanos y sus presuntos rivales extraterrestres, y es notable cómo el protagonista va adoptando paulatinamente rasgos de parásito por tener a Migi hospedado en una extremidad. Al hilo de esto, también es muy relevante el papel de Tamiya –interpretada por la siempre excepcional Eri Fukatsu– por recorrer el camino inverso, pues a pesar de estar infectada se va humanizando debido a su embarazo y el hecho de tener al niño.
Las influencias en Parasyte de algunos hitos de la Sci-fi y el terror en general son más que evidentes. Desde Terminator 2 (James Cameron, 1991) hasta el cine de David Cronenberg y su filosofía de la nueva carne, destacan sobre todo las referencias a John Carpenter en La cosa (The Thing, 1982) y Están Vivos (They Live, 1988). De la primera es obvio el parecido en el diseño de los monstruos; y de ambas podemos extraer el desasosiego de no saber la identidad e intenciones reales de las personas que nos rodean. La cuestión es que, a diferencia de aquellas películas, el guión desemboca en un final inesperado, ya que los parásitos no son al punto malignos, sino que solo buscan expandirse como raza de una forma sostenible. Si nos damos cuenta, ese comportamiento los eleva incluso por encima de los humanos, el verdadero cáncer del planeta, como se desliza en varias ocasiones a lo largo del metraje.

Mención aparte merecen ciertas escenas que a buen seguro quedarán grabadas en la retina del espectador. Fluctuantes entre lo épico y lo melodramático, además de perfectamente secundadas por la excepcional BSO de Naoki Satō, fueron capaces de arrancar varios aplausos espontáneos entre centenares de espectadores.
Os invito a ver Parasyte para adivinar cuáles son.
LA ANIMACIÓN
La animación clásica ya es marginal fuera de Japón.
Los usos tradicionales no salen rentables por muy románticos que sean, y los últimos reductos de resistencia a nivel internacional, léase Studio Ghibli, poco a poco van perdiendo su identidad, ya sea con la jubilación de sus grandes tótems o bien con el lanzamiento de series contrarias a su esencia original, como es el caso de Sanzoku no Musume Ronja (Goro Miyazaki, 2014). Afortunadamente, dentro de las islas se sigue explotando sin discusión la animación clásica, que si bien se ha modernizado por el uso de programas informáticos como el retas, aún mantiene una calidez de la que carecen las películas íntegramente generadas mediante CGI. Lo anterior supone que la sección de dibujos animados en Sitges esté ampliamente representada año tras año por trabajos japoneses. En cuanto a la edición que nos ocupa, es cierto que no son tan elevadas en número, pero sí hablamos de títulos destacados y de gran impacto mediático.
Como ya os enseñamos en otra entrada, la sección Sitges Clàssics tuvo a bien rescatar el filme experimental de Eiichi Yamamoto Belladonna of Sadness (Kanashimi no Beradona, 1973). Sin duda transgresora para su contexto, la producción se inspira muy libremente en la vida de Juana de Arco, aunque prescindiendo de referencias históricas para tomar prestados varios clichés de los cuentos de hadas alemanes de inicios de siglo XIX. El tipo de animación entremezcla técnicas tan dispares como la acuarela, el óleo sobre lienzo, el collage, el carboncillo, o incluso la influencia cubista, por lo que se opta por dejar a un lado la estética manganime y explotar varios elementos visuales de la moda europea de la década de los 70.
En un sórdido aporte del autor, la protagonista Jeanne, en vez de escuchar a Dios como presuntamente sucede con la conocida heroína francesa, entabla una relación carnal con el demonio a raíz de que esta fuera violada por el señor feudal de la zona. A partir de entonces, Jeanne va creciendo en poder y autodeterminación, al contrario de lo que sucede en el castillo y el pueblo a su falda, habitados por hombres temerosos de Dios, la crudeza de la guerra, o los constantes brotes de peste. Así las cosas, la protagonista comenzó a suministrar belladonna a muchos de los enfermos, lo cual, además de conllevar la cura del cuerpo, significó una incitación al libre albedrío sexual que cuestionó los convencionalismos morales de la aldea. Como era de esperar, Jeanne fue quemada en la hoguera por fomentar la concupiscencia y la libertad, en lo que constituye una crítica abierta al adoctrinamiento del cristianismo, así como una metáfora de liberalización femenina a muchos niveles. En contrapartida, el hombre es presentado como un ser mediocre, vanidoso e hipócrita, capaz de ser beato pero al mismo tiempo de cometer los actos más impuros que se puedan imaginar.

El principal problema de proyectar la película en 2015 es que tal vez algún sector del público no sensibilice con un mensaje ampliamente superado, por no hablar de sus más que obvios problemas de ritmo. No obstante, en el cine, como en la historia, también se ha de reconocer todo el acervo de obras rompedoras y que tanto se esforzaron por experimentar en un medio de entretenimiento la mayoría de las veces vacuo e inmóvil.
Eternamente opuesta en fondo y forma es The Boy and the Beast (Bakemono no Ko, 2015), quizá fuera de competición para evitar las suspicacias que se generarían si su director, Mamoru Hosoda, hubiera ganado por cuarta vez el premio a mejor animación en Sitges gracias a uno de sus trabajos. Aquí el creador jefe de Studio Chizu explota de nuevo la dicotomía entre lo humano y lo animalístico que tan buen resultado dio con Los niños lobo (Ōkami Kodomo no Ame to Yuki, 2012), aunque poniendo aún más énfasis en la vertiente ecologista y el carácter avieso de los hombres.
El guión en sí trata sobre Kyuta, un joven desatendido por sus padres en el Tokio actual, y Kumatetsu, un oso antropomorfo procedente de un universo paralelo. La cuestión es que el chico pasa a ser el alumno de artes marciales de la «bestia», creándose una inusual relación donde el niño, de forma paradójica, es quien verdaderamente enseña a su maestro muchos de los aspectos esenciales de la vida.
La historia se desarrolla basculante entre el mundo real y el fantástico, en este caso más influenciado por la mitología china que la estrictamente nipona, e incidiendo sobre diversos aspectos de la contención emocional propios del budismo. Es decir, la ira y el rencor son los principales contaminantes del alma humana, una veta que por cierto ya explotó más y mejor Hayao Miyazaki con su Princesa Mononoke (Mononoke Hime, 1997) casi dos décadas antes. Para representar esto se hace una obvia analogía entre los personajes humanos principales y el Capitán Ahab de la conocidísima novela Moby Dick que, como el lector sabrá, es capaz de hipotecar su existencia debido a la furia padecida hacia un animal inconsciente de sus actos.
Nunca me atrevería a negar la eficiencia de una producción construida milimétricamente para agradar –excelente animación, música, etc.–, pero tal vez lo haga de una manera menos intuitiva y más acartonada que en otros trabajos anteriores del director. Algunas de las razones podrían ser las superficiales críticas emitidas hacia el individualismo del Japón contemporáneo, tópico sobreexplotado hasta la extenuación; demasiada influencia del shōnen o el fanservice en la confección de ciertos personajes –mascota kawaii que no aporta nada, diseño del «villano» demasiado infantil, evolución muy esperable del protagonista–; así como un desacertado planteamiento visual en el mundo paralelo de las bestias o Jutengai, extrañamente concebido al estilo de un pueblo mediterráneo, en una decisión que rompe el llamado sense of wonder desde, al menos, nuestra perspectiva occidental. Aun así, lo último que pretendemos es descatalogar una cinta a buen seguro ideal para cualquier tipo de público, pero sí subrayar la ausencia de un aire genuino capaz de elevarla por encima de otros títulos preexistentes.
Otro de los momentos más esperados de Sitges fue el estreno de Dragon Ball Z: La resurrección de F (Fukkatsu no F, 2015), algo palpable por la gran cantidad de medios acreditados o el más de millar de espectadores que abarrotaron la sala Auditori. Cuestión distinta es que todo este revuelo mediático hubiera de implicar un retorno por lo alto de Goku y compañía, máxime después del desastre que supuso La batalla de los dioses (Kami to Kami, 2013) o las recientes críticas vertidas a la deficiente animación de Dragon Ball Super. De hecho, recuerdo cómo en la fila de prensa varios periodistas, ataviados además con camisetas de la serie, despotricaban entre sí sobre sus pocas expectativas ante la inminente proyección.
Lo sorprendente aquí es la gran capacidad de nuestra película para estimular el amor que todos hemos sentido hacia Dragon Ball, posiblemente dormitado tras capas y capas de madurez, sucesivos fracasos en formas de sagas y series menores (la saga de Boo, Dragon Ball GT) o «adaptaciones» al cine convencional. Y creo, sinceramente, que rescatar a Freezer es esencial en este sentido, pues es figura central en la mejor parte de la serie, además de uno de los villanos por antonomasia de la historia del manganime. Especialmente evocadora fue la primera vez que el antagonista aparece en pantalla: mientras suena el tema metal Maximum the Hormone F, una de sus piernas se apea de la cápsula de recuperación, punto de partida para un encuadre que se desliza hasta dedicarle un primer plano al personaje. Lo que siguió fue un aluvión de aplausos tan apasionante que a cualquiera predispondría para ver con gusto el resto del metraje.
Pero ante todo, profesionalidad. Y sin apasionamiento de por medio diremos que la película es divertidísima porque consigue algo insólito hasta la fecha: mezclar el humor naif de Akira Toriyama –ojo al infierno en la tierra padecido por Freezer– y la épica de los guerreros Z sin que la combinación rechine en ningún momento.

Para el final hemos dejado conscientemente la controvertida ganadora a mejor película de animación este año, Miss Hokusai (Sarusuberi, 2015), último trabajo de Keiichi Hara, autor si recordamos conocido por su Verano de Coo (Kappa no Coo to Natsuyasumi, 2007) y sobre todo por la más completa Colorful (Colorful, 2010). Y decimos controvertida porque más allá del céfiro poético que impregna su narrativa, el muy novedoso diseño de personajes, o el hecho de no escatimar empeño alguno para conseguir una animación sobresaliente, el film es complicado de asumir para quienes no estén imbuidos de pleno en el folclore japonés a un nivel elevado.
Así pues, ¿cómo apreciar la fiel contextualización histórica si desconocemos la vida cotidiana de la era Bunka? ¿Sería posible distinguir la erudición que desprende la película si no conocemos a Utamaro o sabemos qué es el shunga-e? ¿Os suena acaso el desconocido literato Kyokutei Bakin? Y por supuesto, ¿disponéis de nociones básicas para entender qué es el mundo flotante? Ahora bien, no ser un experto ni mucho menos supone que Miss Hokusai sea del todo inaprensible, pero es obvio que tratándose como se trata de un filme sutil y construido a base de pequeños detalles sublimes, lo ideal sería disfrutarlo con la profundidad que una obra maestra merece.
Otro problema que el espectador medio deberá solventar es la extravagancia y discontinuidad de la narrativa. Es muy probable que la historia transmita la impresión de no definirse hacia ninguna vertiente, tal vez proyectando la confusa sensación de que «no sucede nada». A ello debemos sumarle importantes dosis de realismo mágico, capaz de desorientar con escenas difícilmente concebibles si se es ajeno a la mitología o espiritualidad japonesas.
Sin embargo, nosotros creemos que son precisamente estos episodios fantásticos los más hermosos y sugerentes de todos. Resalta por ejemplo el flashback de Hokusai apreciando la pata de un dragón entreviéndose por las nubes, razón por la que arguye es capaz de representarlos de forma tan precisa en papel; aunque también es inolvidable el encuentro con la geisha rokurokubi, y cómo el maestro le hizo creer que en su juventud sentía el espíritu de sus manos desprenderse del cuerpo y viajar por la noche.
Como vemos, a pesar de tratarse de un biopic más o menos libre sobre Oei, su progenitor, Katsushika Hokusai, se erige en el evidente elemento vertebrador de la historia. A este respecto es esclarecedora la parte en que una clienta se queja a Oei por haberle pintado un biombo sobre el infierno que provocaba pesadillas. El hecho de que una pintura infernal genere miedo es óptimo desde un punto de vista técnico, pero está claro que algo fallaba en el encargo para satisfacer a la señora. Rápidamente, Hokusai se dispuso a remediar la «negligencia» de su imperfecta hija dibujando un bodhisattva en el panel, encargándolo simbólicamente de contener a los demonios del Jigoku. A partir de entonces, la dama pudo descansar por las noches sin mayor problema, demostrando el valor taumatúrgico de la pintura y la caligrafía en el continente asiático.
Por detalles como el anterior no pensamos estar ante un canto feminista que enaltece la figura de una mujer olvidada, sino que más bien se hace hincapié en el desarrollo vital de alguien excepcional, sin importar el sexo, pero a la sombra de uno de los mayores artistas de la historia: su padre mismo, Hokusai.

CINE CONVENCIONAL
Naturalmente, somos conscientes de que el título de este cuarto epígrafe está lejos de ajustarse a la realidad. Sería improcedente desarrollarlo aquí, pero las circunstancias históricas y sociales de Japón a partir de 1945 configuraron un panorama cinematográfico definible de muchas formas, salvo convencional. No obstante, conste aquí de esa forma para diferenciarlo del live-action y la animación, sin duda alguna formatos con particularismos de estilo y forma tan puros que merecen ser comentados aparte.
Empecemos.
En la sección Midnight X-treme de la madrugada del viernes 9 al sábado 10 de octubre se proyectó un maratón con dos películas de temática ninja. El asunto no deja de ser relevante en el sentido de que Japón nunca ha explotado este subgénero de acción hasta hace bien poco, posiblemente debido en parte a la popularidad alcanzada por el manganime Naruto (Masashi Kishimoto, 1999). Hasta entonces, las producciones de shinobis estuvieron casi monopolizadas por Hollywood (American Ninja, 1985) y la industria hongkonesa (Leopard Fist Ninja, 1982), tratándose en ambos casos de trabajos inverosímiles, de presupuesto miserable, la mayoría de las veces en clave cómica y contextualizados por el boom de las artes marciales a nivel global que supuso el cine de Bruce Lee y Jackie Chan.
La primera de las películas proyectadas fue la mediocre Ninja Hunter (Ninja Gari, 2015), fallido pastiche de ínfulas retrofuturistas muy influenciado, además, por el gore de Yoshihiro Nishimura y su Tokyo Gore Police (Tōkyō Zankoku Keisatsu, 2008). Aquí un ninja del clan Iga se despierta sin memoria rodeado de cadáveres y se dispone a averiguar qué ha ocurrido. Deliberadamente de serie B, el filme discurre con más pena que gloria entre combate y combate, predominando los planos medios y cortos para disimular la falta de recursos en los decorados y exteriores.

Precisamente de Yoshihiro Nishimura es The Ninja War of Torakage (Ninja Torakage, 2014) que, sin ser nada del otro mundo, se halla a años luz de Ninja Hunter en cuanto a estilo y técnica de rodaje. Por otro lado, debemos sumar el aliciente de encontrar como antagonista a la estrella de culto Eihi Shiina, célebre por su interpretación de Asami Yamazari en uno de los mejores thrillers de terror de todos los tiempos, Audition (Takashi Miike, 1999). En cuanto a la premisa argumental de Ninja Torakage, es la misma de la que parten un gran porcentaje de películas de artes marciales: el secuestro o asesinato de un familiar, en este caso el hijo del protagonista. A partir de aquí se sucederá una búsqueda que pondrá en liza a nuestro héroe con una serie de enemigos menores y los correspondientes subjefes, en una disposición guionística que podría haber pertenecido tranquilamente a un manga o un videojuego. Aunque es notorio que no estamos ante una gran producción, el uso de filtros y planos con encuadres imaginativos consiguen hacernos olvidar ese factor sin mayor problema, como en su momento consiguieron filmes de sesgo comparable como Dororo (Akihiko Shiota, 2007) o Shinobi (Ten Shimoyama, 2005).
Muchísima más expectación entre el público suscitó Nowhere girl (Tōkyō Mukokuseki Shōjo, 2015) por ser una nueva incursión a la imagen real de Mamoru Oshii. Conocido por sublimar el cine de animación con piezas como El huevo del ángel (Tenshi no Tamago, 1985) y sobre todo Ghost in the Shell (Kōkaku Kidōtai, 1995), el director coloca a una estudiante de Bellas Artes con trastorno de estrés postraumático en el eje del drama. Como el lector se podrá imaginar, la chica sufre el acoso de sus compañeras por el mero hecho de ser distinta, excusa mal entendida para imprimir a la narrativa un tono lacónico y un ritmo casi insoportable.
En una búsqueda constante por aparentar ser un cineasta sensible o exquisito, se fomentan encuadres estáticos de hasta más de dos minutos de duración, con travellings verticales que desvelan, paulatinamente, el plano general de la estancia. El tratamiento de la imagen consigue una atmósfera casi etérea u onírica, con escenarios extra-iluminados, desenfoque en sfumato, por no hablar de las ralentizaciones y los fundidos en agua sin un aparente significado más allá de lo estético. A ello sumémosle que Kenji Kawai, el responsable de la BSO, consigue menoscabar el Concierto 23 de Mozart explotándolo escena tras escena, como si el hecho de repetir el mismo movimiento a piano embelleciera un acabado ya de por sí profuso. Por lo demás, no pecaremos aquí de desvelar el viraje argumental dado en la última parte del metraje, pero sí estamos en disposición de decir que, si bien ridículo, contiene la mejor coreografía de lucha vista en décadas.

Del conflicto psicosocial planteado por Oshii pasamos a otra revisión de un conflicto mayor, el de la II Guerra Mundial en el Pacífico Sur. A traérnoslo ha venido el conocidísimo Shinya Tsukamoto con Fires on the Plain (Nobi, 2014), nueva adaptación de la novela Nobi de Shohei Ooka, ya versionada a su vez por Kon Ichikawa en 1959. Como sendos directores no guardan ningún paralelismo entre sí y al cine le ha dado tiempo para evolucionar, no hemos de suponer que la película guarde similitudes con su predecesora más allá de la premisa argumental. En ella, un militar japonés enfermo de tuberculosis –interpretado por el mismo Tsukamoto– es rechazado por el hospital de campaña de su unidad. Débil, sin alimentos y ante el inminente desembarco de los estadounidenses, deambula sin rumbo fijo por una isla filipina intentado sobrevivir.
El creador de Tetsuo coloca al espectador en el lugar del protagonista minimizando su diálogo hasta lo indispensable, despojándolo así de cierta personalidad con el objetivo de que parezca simplemente un avatar. El uso de planos subjetivos que nos introducen directamente en la visión y sufrimiento del soldado Tamura también deberían entenderse en ese sentido. Por ello, se nos plantea un viaje metafórico en primera persona atravesando los horrores de la guerra, salvando las distancias como ya planteó Joseph Conrad en el Corazón de las Tinieblas y su más reconocida adaptación al celuloide Apocalypse Now (Apocalypse Now, 1979).
Sin duda menos elegante pero igual de angustiosa que en la película de Ford Coppola, la atmósfera de Fires on the Plain consigue el objetivo de ser casi tangible, presentando un microcosmos húmedo y decadente, donde las leyes de los hombres no valen nada y en el cual prospera la corrupción tanto física como moral. Los soldados con el rostro cubierto de lodo e inmundicia pierden su esencia individual para degenerar en otra cosa, quizá piezas sacrificables de una partida que no entienden, o tal vez espectros temerosos cuya humanidad les ha sido bestialmente arrebatada. Imposible no hacer mención ahora al episodio El túnel de sueños de Akira Kurosawa (Yume, 1990), donde un oficial da explicaciones sobre su muerte a un desorientado pelotón de almas incapaces de descansar en paz. Fantasmas de soldados que no entienden su fatal destino y soldados casi espectrales que tampoco son capaces de hacerlo.
El único pero al trabajo de Tsukamoto son sus dificultades para definirse claramente entre un drama antibelicista y un filme gore para amantes de la casquería. Si nos inclinamos hacia la primera opción, es obvia la desmesura con la que se abordan ciertas escenas, y si abrazamos la segunda, probablemente la cinta resulte algo softcore para quienes estén acostumbrados a disturbing movies visualmente aún más radicales. En todo caso, ahí queda Nobi como un ejercicio de estilo reconocible, disfrutable y en algunos aspectos casi poético, lo cual es mucho más de lo ofrecido por la mayoría de estrenos en Sitges 2015.

Hablando de números, el cineasta con mayor representación de películas en el Festival ha sido Sion Sono con tres. Recuerdo su charla/presentación antes de proyectar Tag porque le vimos tan agotado tras diecisiete horas de vuelo que prácticamente no pudo articular palabra. Por ser una estrella internacional, al menos desde Suicide Club (Jisatsu Saakuru, 2002), la circunstancia me generó una sensación a medio camino entre la empatía y la decepción. Pues bien, también contradictoria ha sido nuestra opinión sobre su aportación aquí, en general casi fresca y desinhibida, eso está más o menos claro, pero también carente de demasiada coherencia formal o trascendencia artística.
Como ya hiciera con Love Exposure (Ai no Mukidashi, 2008), su pieza The Virgin Psychics (Eiga: Minna! Esper da yo!, 2015) se trata de un homenaje del director al ero y las braguitas, aunque para la ocasión omitiendo la crítica hacia el cristianismo y llevando la cuestión sexual hasta el colmo del paroxismo. Shota Sometani, quien ya apareciera como protagonista en Parasyte, da vida a un nerd que adquiere poderes psíquicos en función de dos factores: cierta combinación cósmica y su virginidad. De esta forma, las nuevas facultades adquiridas serán la excusa para una sucesión de divertidos gags de corte picante, además de originar una guerra por la tierra entre el personaje principal y una horda de mujeres ligeras de ropa. Será inevitable que este último detalle genere animadversión entre parte del público por poderlo considerar machista, sexista, etc.
En una paradójica coincidencia, Sion Sono rodaría pocos meses después Tag (Riaru onigokko, 2015), un inverosímil alegato profeminista nuevamente muy deudor de Battle Royale. En esta ocasión, el guion comienza con un autobús de chicas dirigiéndose a su destino de vacaciones para fin de curso. La escena, premeditadamente edulcorada a nivel audiovisual, da paso a un suceso grotesco e inexplicable, pues una ráfaga de aire secciona la parte superior del vehículo acabando con todas las pasajeras excepto con la protagonista. A partir de este punto el filme revisita lugares comunes en la obra del director Toyokawense –sexo, crítica religiosa, violencia– pero hacia el desenlace, todo descarrila al mezclar sin sentido recursos gore de Shinya Tsukamoto, visuales del J-horror más convencional, narrativos de David Lynch, o conceptuales de los hermanos Wachowski y su saga Matrix. En suma, un engendro supeditado, eso sí, a una idea meridianamente explícita: los hombres deben dejar de jugar con las mujeres y respetarlas como se merecen. Francamente, a esa conclusión han llegado muchos autores antes que Sono de forma más refinada y sin necesidad de tanto arabesco.

Mucho más entrañable e ideal para las fechas que se avecinan es Love and Peace (Love&Peace, 2015), cinta capaz de retrotraernos al típico género fantástico de corte navideño explotado por Chris Columbus, Joe Dante, o incluso Steven Spielberg a mediados de los 80. El guion, escrito en 1994 por el mismo Sion Sono –ahora todo encaja–, gira en torno a Ryuchi, un outsider de buen corazón y víctima de bullying en su trabajo. Para intentar sobrellevar sus difíciles circunstancias adopta a una pequeña tortuga llamada Pikadon, pero tras una concatenación de sucesos la acaba perdiendo a través del inodoro. La vida de ambos amigos, aunque por separado, consigue prosperar convenientemente, ya que Pikadon es criada por un mago en las alcantarillas y Ryuchi llega a ser una estrella del Rock. El factor relevante es que, a mayores éxitos alcanzados por su anterior dueño, más y más crecerá la tortuga…
Aparte de poseer el cartel publicitario más bello de todo el Festival, uno de los puntos más reseñables a favor de Love & Peace es su apuesta por los animatronicos en lugar de la infografía, lo cual ayuda a potenciar ese carácter retro tan evocador para aquellos que ronden o superen la treintena. A pesar de ello, no podemos dejar de imaginar qué habría sucedido de ser el cuento menos complaciente y adquiriese leves influencias góticas en su propuesta. Seguramente nacería un film más complejo y elevado, al estilo de Los héroes del tiempo (Terry Gilliam, 1981) o Big Fish (Tim Burton, 2003), pero baste la odisea de nuestra tortuga para conseguir el mejor trabajo de Sion Sono desde Ai no Mukidashi. Y ya ha llovido.
Según nuestro punto de vista, una de las muestras más notables en Sitges 2015 ha venido de la mano de Kiyoshi Kurosawa, padre de aquella obra maestra que fue Kairo (Kairo, 2001), y crucial para entender la yurei-explotation de hace más de una década. Su aportación aquí es Journey to the Shore (Kishibe no Tabi, 2015) o la historia de amor entre una mujer y el fantasma de su esposo fallecido tres años atrás. Ahora bien, descarten cualquier tipo de vínculo con la sensiblería de Ghost (Jerry Zucker, 1990), ya que el tono clasicista de Kurosawa exige una contención muy de agradecer en historias de este perfil. Todo comienza con Mizuki, la viuda, desarrollando su cotidianeidad en la soledad de un apartamento. Un día cualquiera, mientras preparaba la comida, experimenta una sensación extraña y se dirige hacia la habitación principal. La estancia aparece en plano vacía, pero de entre la penumbra emerge caminando su difunto marido, como si nada hubiera pasado, y presentando un excelente aspecto. Luego de explicar cómo murió, ambos deciden emprender un viaje hacia la costa pasando por diversos lugares cruciales en la vida de Yusuke.
Es esencial aclarar que la tipología de fantasma presentada en el filme en nada se asemeja al canon clásico. No hablamos de una mujer, ni su cabello cae hacia adelante cubriendo el rostro, ni viste un yukata funerario de color blanco, ni, por encima de todo, demuestra un carácter vengativo. Más bien sucede todo lo contrario, pues es muy notoria la forma tan natural con la que el espíritu interactúa con los vivos, llegando a realizar acciones como comer, hacer el amor, o incluso dar conferencias delante de un público embelesado sin problema alguno. De hecho, durante su primer encuentro, Yusuke dijo a su esposa que «había recorrido un gran camino para volver a verla» y que la mayoría de los muertos no volvían porque «estaban tan cansados y confusos que llegaban a desaparecer».
Esta connotación vitalista de la muerte confronta con el discurso desalentador y pernicioso de Kairo, donde la tristeza y soledad padecidas por los vivos podían convertirlos en almas en pena. Aquí, sin embargo, los muertos vuelven a la vida por amor, ergo se puede afirmar que Journey to the Shore y Kairo conforman una saga no oficial cuyo tema central es la imbricación entre los conceptos vida y muerte.
Respecto a los factores técnicos, la película evoluciona con ritmo pausado, sobrio estatismo visual y pocos cambios de plano, lo cual engarza lógicamente con su influencia costumbrista. Sin embargo, lo más llamativo es el excelso uso de la iluminación, capaz de alterarse en función del ánimo de los personajes o de lograr preciosos efectos visuales de naturaleza fantástica. Tal vez el más destacado acaece cuando uno de los fantasmas aparecidos en la historia consigue desligarse del mundo terrenal. Después de beber alcohol en abundancia y desahogarse junto a Yusuke, es subido hasta su dormitorio para que por fin pudiera descansar. Una vez en la cama, la habitación permaneció parcialmente a oscuras unos segundos, pero poco después la pared fue iluminada dejando ver miles de recortes de flores que el anciano colocó ahí estando en vida. Sin necesidad de histrionismo ni efectos especiales, el director expresó de una manera elegante y minimalista cómo un alma consigue trascender.

A estos detalles de genio debemos sumar la gran complicidad mostrada por la pareja principal –Tadanobu Asano y Eri Fukatsu–, lo cual da lustre y credibilidad a este viaje metafórico en busca del verdadero significado del amor, de la capacidad de perdonar, o la superación de los traumas personales sea cuales fueren.
En loor de Kiyoshi Kurosawa se rescató para su proyección en la sala Brigadoon el valiosísimo thriller Cure (Cure, 1997). Nacido seguramente a rebufo del éxito de Seven, aquí los siete pecados capitales dan paso a una serie de asesinatos cuyo nexo es una X grabada en el cuello de las víctimas. Lo extraño de la situación es que los culpables son individuos normales, sin ningún tipo de antecedente penal, o tan siquiera relación en común. Con la evolución de la historia se da a entender que todo es obra de un presunto hipnotizador, aunque se deja la puerta abierta a imaginar otras explicaciones de índole sobrenatural o parasicológica. También es muy reseñable la relación entre el inspector Takabe y Mamiya que, con su astucia y capacidad de manipulación, vampiriza en un sentido psicológico tanto al policía como a las personas de su entorno.
La textura de la imagen en Cure es oxidada, con predominio de matices oscuros, generalmente marrones, grises o tonalidades apagadas de amarillo y verde. La pesadumbre visual del filme se incrementa al estar la mayoría de ventanas cerradas, dejando filtrar la luz indispensable para que el espectador tan solo discierna lo ocurrido en escena. Sumémosle un monocorde ritmo de sonidos provenientes de máquinas que invaden el interior de las viviendas, matiz configurador de una atmósfera densa y desagradable, fría y metálica, muy propia para el tono de la película. Debemos subrayar nuevamente la habilidad del director para poner su acento en la sombra, algo apreciable en muchos planos con contrastes de iluminación usando la profundidad de campo. Si nos percatamos, el presente trabajo sirvió de base de operaciones para el tipo de fotografía usado en Kairo unos años después.

En definitiva, Cure es para nosotros el cenit de un género extinto en la práctica. Al nivel de Seven e incluso superior a Zodiac (David Fincher, 2007), esperemos que la hábil decisión de reestrenarla en Sitges sirva para hacer patente la involución de una tipología en horas bajas. Tan solo hace falta comparar la calidad de esta película de casi veinte años con todo lo que se ha presentado aquí, ya sea japonés o no.
A presentar Haruko’s paranormal laboratory (Haruko Chojo Gensho Kenkyujo, 2015) vino su joven directora Lisa Takeba. De ella podemos decir que dispone de un estilo personal y desenfadado, también comparable visualmente a las tonalidades pastel que imprime Wes Anderson en sus películas. El principal problema de Takeba es su poca calidad como guionista, pues si bien la innovación es uno de los mayores activos en cinematografía, el surrealismo excesivo con el que imprime sus historias resulta cargante e inadmisible.
Haruko es una chica infeliz porque sus relaciones sentimentales nunca llegaron a buen puerto. En medio de esa vorágine de crisis emocional se enamora de su televisor analógico, representado como un joven apuesto, con un pene enorme y con la cara situada justo en medio de la pantalla. Así, la misantropía de la protagonista deriva en un parafilia irracional hacia la TV, lo cual no puede dejar de concebirse como un acto de irreverencia femenina hacia el hombre, siempre insuficiente para ellas, al tiempo que una crítica hacia una sociedad cada vez más dependiente de la caja tonta, sin olvidar sus pequeños trasuntos en forma de portátiles, iPads, móviles, etc.

Cambiando de tercio, el yakuza-eiga ha demostrado en Barcelona su imparable transformación cinematográfica. Y es que, como le sucedió al western de John Ford o Howard Hawks con la llegada de Sam Peckinpah o Sergio Leone, el cine de yakuzas clásico de Kinji Fukasaku y Seijun Suzuki dio paso a un subgénero crepuscular con Takeshi Kitano a la cabeza. Películas como El verano de Kikujiro (Kikujiro no Natsu, 1999) o Dolls (Dolls, 2002) escudriñaron una nueva forma de entender esta figura tan típicamente japonesa, despojándola de solemnidad y atribuyéndole otros enfoques interesantes. La evolución natural sería presentar al mafioso japonés desde un punto de vista decadente, como se hace en la saga Outrage (Outrage, 2010/2012), o incluso acabar situándolo como elemento central de una comedia negra.
Así ocurre en Ryuzo and his Seven Henchmen (Ryuzo to Shichinin no Kobuntachi, 2015), preocupada de mostrar las desventuras de un grupo de camorristas septuagenarios situados en un contexto social nuevo y desconocido para ellos. Beat Takeshi, quien aparece casi testimonialmente ejerciendo de policía corrupto, tan solo está readaptando su cine a la nueva realidad del Japón contemporáneo, donde la institución de la yakuza pierde influencia a ojos vistas. Como curiosidad, el director de Hana-bi cuenta con Tatsuya Fuji en el papel de Ryuzo, conocido internacionalmente por ser a su vez el protagonista masculino de El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima, 1976), en uno de los ejercicios de arqueología cinematográfica más mediáticos del cine japonés reciente.
Sin grandes alardes técnicos, la historia de este abuelo dispuesto a reunir a sus antiguos camaradas de fechorías resulta entrañable, e incluso dispone de varios golpes de humor bastante efectivos –las apuestas en el restaurante o el chiste de las falanges cercenadas en el hipódromo son buenos ejemplos–. No obstante, hacia su segunda mitad el discurso corre el riesgo de parecer anodino y tan solo consigue remontar a tiempo para el bizarro desenlace final.

Muchísimo menos acertada bajo nuestro punto de vista es Chosuke’s Journey (Ten no Chasuke, 2015), cuya sinopsis ya sirve de preludio para entender el desastre que se avecina: una especie de ángel guardián se reencarna en el cuerpo de un yakuza recién fallecido para intentar salvar de la muerte a la mujer que ama. La cuestión es que, si bien mediocre, la primera parte podría tener aceptación entre cierto sector del público por sustentarse en el romanticismo y un tono tendenciosamente amable. Ahora bien, el episodio en que Chosuke utiliza sus poderes celestiales para curar a las personas con problemas da paso, incompresiblemente, a un yakuza-eiga con varias escenas de lucha que ninguna relación guardan con el tono anterior. El resultado es un pastiche imposible narrativamente hablando, ya que el director nunca acaba por decantarse entre la vertiente emocional y la más gamberra. Sumémosle un irritante abuso de la cámara lenta, una excesiva saturación de la imagen o un final ridículo y pretencioso para obtener una de las producciones más olvidables de Sitges 2015.
Al menos igual de heterodoxa pero mil veces más divertida es Yakuza Apocalypse (Gokudō Daisensō, 2015), principal aportación al festival del siempre interesante Takashi Miike. Aquí el director de Audition (Audition, 1999) vuelve a hacer gala de su eclecticismo introduciendo la figura del vampiro en medio del típico cine yakuza con la venganza como leitmotiv principal. Además son insoslayables los guiños al western, al kaiju-eiga o al cine de artes marciales, máxime con la aparición del luchador indonesio Yayan Ruhian, famoso por su participación como villano en la saga Redada Asesina (Serbuan Maut, 2011/2014).
Kamiura es un jefe de la mafia organizada muy particular. Es amado tanto por los comerciantes de su jurisdicción como por sus subordinados, y sobre él se dice que es sencillamente invencible en combate. Sin embargo, debido a una disputa con otro clan, Kamiura es herido de muerte, por lo que decide traspasar a Kagayama, su inmediato subalterno, el secreto de su hasta entonces incuestionable supremacía: el vampirismo. A partir de aquí, Kagayama asume el protagonismo enfrentándose a una organización con integrantes tan dispares como un otaku experto en artes marciales, un cazador de vampiros al estilo Van Hellsing e incluso una rana antropomorfa cuyo poder no conoce límites. Este último personaje es sencillamente lo más brillante que hemos visto en mucho tiempo.
En cuanto al estilo, se combina hábilmente la violencia explícita con el humor más hilarante. Ojo, por ejemplo, a los tatuajes de los vampiros o al estado berserker en el que entra la rana cuando consiguen enfadarla. Por otra parte, y aunque no sea su principal objetivo ni mucho menos, se intenta plasmar el dilema interno del vampiro recién convertido que se niega a alimentarse de humanos, algo ya visto en otros personajes famosos como sucede con Louis en Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire, 1994).
Los problemas sobrevienen a partir de la conversión de Kagayama a no muerto, momento en el que, paradójicamente, además de decaer el humor y la acción, el argumento deja de tener sentido alguno. De una forma u otra, la película está lejos de pretender ser académica o equilibrada, y siendo Miike el director es probable que los espectadores perdonen estas pequeñas licencias donde a otro lo penalizarían.

CONCLUSIONES
El Festival de Cine Fantástico de Cataluña 2015 no ha demostrado un nivel alto. De las casi cuarenta películas que visioné, tan solo The Witch me pareció excelente, y ni tan siquiera es japonesa. Todo está supeditado también al éxito que alcance entre el público a posteriori, pero vaticinamos que puede formar parte de ese olimpo de filmes superiores que han desfilado por Sitges, como son por ejemplo The Ring (Hideo Nakata, 1998), Oldboy (Park Chan-wook, 2003) o la más reciente It Follows (David R. Mitchell, 2014).
Si hablamos de premios, solo dos de las veinte producciones niponas susceptibles a ganar algo no se han ido de vacío. Normalmente no me dejo guiar por estos indicadores porque suelen estar más ligados a variables de marketing que a la calidad intrínseca de las películas. Por si fuera poco, en muchas ocasiones el jurado no está formado por expertos en la materia, sino más bien por gente de la industria en general poco familiarizada con las particularidades de este tipo de cine. Recuerdo cómo algunos de estos jueces se quedaban durmiendo durante el visionado de trabajos que debían evaluar, lo cual es una muestra palmaria de lo que estamos hablando. De todas formas con los filmes japoneses no se ha errado en demasía, por lo cual tomaremos los premios otorgados como una referencia sensata.
Por ello decía que tan solo dos películas japonesas han salido triunfantes de Sitges: una I’m a Hero, esta por partida doble al adjudicarse el premio a Mejores efectos especiales y el Gran premio del público; así como Miss Hokusai, ganadora como Mejor producción de animación. De los tres galardones anteriores, solo el último es indiscutible desde nuestro punto de vista. Lo realmente definitivo es que, de no haber existido el filme de Keiichi Hara, el ganador habría sido nuevamente Mamoru Hosoda con El chico y la bestia. La anterior ecuación nos lleva a pensar que la animación japonesa sigue demostrando ser superior a cualquier otra, algo que no puede afirmarse a nivel general de otros formatos.
Si nos centramos en la imagen real, podría decirse del fantástico japonés que cada vez se halla más influenciado por los clichés del cómic y las series de animación, con todo lo bueno y lo malo que ello conlleva. De hecho, el 80% de los estrenos japoneses en Sitges están relacionados en mayor o menor medida con el anime, ya sea en términos de lenguaje narrativo, temática, o concepción visual. Ateniéndonos a lo visto aquí diremos que el género tiene un potencial ilimitado, más allá de que, coyunturalmente, no hayamos asistido a ninguna obra de arte. En este sentido nos ha llamado muchísimo la atención el gran número de obras con un buen inicio estropeado por la desmejora de sus nudos y desenlaces. Establecido esto, nosotros nos quedaremos con el recuerdo de algunas películas notables como Parasyte, Fires on the Plain y sobre todo Journey to the Shore, suficientes para dejar un regusto positivo al menos mientras esperamos a la edición de 2016.
Allí estaremos para contarlo.
RANKING
- Miss Hokusai
- Cure
- Journey to the Shore
- Parasyte
- Fires on the Plain
- Ryuzo & his Seven Henchmen
- Yakuza Apocalypse
- I’m a Hero
- Love & Peace
- Dragon Ball: La resurrección de F
- The Boy and the Beast
- Belladona of Sadness
- The Ninja War of Torakage
- The Virgin Psychics
- Tag
- Assassination Classroom
- Ninja Hunter
- Haruko’s Paranormal Laboratory
- Chasuke’s Journey
- Ataque a los titanes
- Nowhere girl
Fuentes:
- Texto creado por Antonio Míguez [cooljapan.es]
- Imágenes extraídas de: Festival de Sitges y filmaffinity