INTRODUCCIÓN
Si prestamos atención a la historia de la cinematografía, observaremos que, en sus orígenes, las obras del mundo del celuloide –independientemente del lugar donde vieran la luz– acusaban una marcada influencia del teatro, que era entonces –y sigue siendo ahora– la disciplina más cercana al cine. Desde las creaciones del film d’art francés y de Georges Méliès –influidas por el teatro burgués de la época y por el mundo del circo y el music-hall, respectivamente– hasta las primeras películas de David Wark Griffith para la Biograph, la gran pantalla fue deudora de los escenarios, que la proveyeron tanto de temas y argumentos como de modos de representación para poder plasmar visualmente tales historias.
La cinematografía oriental en general, y nipona en particular, no fue una excepción. Basta que echemos un vistazo a las primeras obras de sus pioneros para darnos cuenta de ello. No obstante, la influencia del teatro en el cine japonés adquiere una doble vertiente, debido, por una parte, a la tradición clásica de géneros exclusivos como el noh, el kabuki y el bunraku, y, por otra, a la influencia de la escena occidental, introducida en el país a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX por las compañías teatrales pertenecientes a lo que se dio en llamar shin-pa o «nueva escuela» –para diferenciarla de la kyū-ha o «escuela antigua», referida a las formas tradicionales del teatro japonés–, una corriente renovadora que, fiel al espíritu aperturista del período Meiji (1868-1912), inició y desarrolló un verdadero teatro moderno de orientación europea.
Con el tiempo, el cine fue encontrando sus propios medios de expresión y creando una gramática distinta a la de los escenarios, y se erigió, con una sintaxis radicalmente nueva que lo diferenciaba de las disciplinas conocidas hasta el momento, en lo que hoy consideramos el séptimo arte.
En el país del sol naciente, sin embargo, el peso del teatro –y, en especial, de los géneros tradicionales patrios– en el cine ha perdurado hasta hoy. Este estudio trata precisamente de descubrir la poderosa influencia de las artes escénicas japonesas –entendiendo por «artes escénicas» no sólo el teatro, sino también manifestaciones musicales con un importante componente de escenificación, tales como el buyō, o el bugaku– en la producción fílmica nipona a través del análisis de un representativo grupo de obras realizadas tanto por cineastas clásicos como por directores contemporáneos. La finalidad última es poner de manifiesto, por un lado, las estrechas relaciones entre dos mundos artísticos tan distintos y, a la vez, tan semejantes como son el teatro y el cine en un marco geográfico muy concreto –Japón–, y, por otro, la forma en que la tradición es continuamente revisada para poder adaptar sus elementos a las ideas y objetivos de los nuevos tiempos.
Pero, ¿de qué manera se manifiestan las artes escénicas del país nipón en el cine hecho por esas latitudes? Podríamos contestar a esta pregunta diciendo que existen varios niveles de influencia: en primer lugar, tenemos historias que transcurren entre bambalinas, películas, por lo general, centradas en la vida de los actores del kabuki, en las que el influjo del teatro se percibe como una cuestión de forma, pero, salvo excepciones, raras veces de fondo, y en las que los elementos de la dramaturgia en torno a los cuales se construye la narración se erigen en algo meramente incidental; aparecen en la pantalla sólo porque el relato que se nos cuenta se desarrolla en el mundo de los escenarios, como podría acontecer en cualquier otro sitio.
En segundo lugar, hallamos filmes que, sin girar en torno al universo del teatro en sentido estricto, sí introducen en determinados momentos –y, frecuentemente, estableciendo un paralelismo con la historia narrada en la película– secuencias escénico-musicales extraídas del rico corpus dramatúrgico nipón, aunque también en este caso la influencia de éste en el celuloide se revela, por lo general, como algo puramente formal.
Nos encontramos, en tercer lugar, con obras cinematográficas basadas en conocidas piezas teatrales, pero cuyas conexiones no suelen ir normalmente más allá del argumento y título que tienen en común –a veces, ni siquiera eso–. Con todo, existen notables excepciones que también estudiaremos.
Por último, están las películas que, sin centrarse en las vicisitudes de ninguna troupe, sin incluir insertos de ninguna obra teatral y sin trasladar a la pantalla drama alguno del noh, del kabuki o del bunraku, muestran –a veces mejor que otros filmes aparentemente más adecuados para ello– la profunda influencia de las artes escénicas en el cine desde el punto de vista de la descontextualización de ciertos elementos teatrales y su reubicación en un nuevo entorno, con lo que se ponen de relieve la manera en la que el lenguaje escénico es traducido al séptimo arte y el modo en el que sus componentes –la estructura dramática; la interpretación actoral; las unidades de acción, tiempo y espacio– son revisados y plasmados en el celuloide.
«La influencia de las artes escénicas japonesas en el cine nipón», conferencia de Raúl Fortes Guerrero
EPÍLOGO
En Japón, por obvias razones geográficas –su aislamiento físico del continente asiático– e históricas –su aislamiento cultural casi absoluto durante más de doscientos años–, el peso de la tradición ha sido mucho mayor que el que ésta pueda haber ejercido en otros lugares del mundo. Cuando, obligado por la presión externa, el país salió por fin de su autarquía, se vio obligado a realizar en un corto lapso de tiempo una puesta al día que le permitiese alcanzar el nivel de desarrollo político, social y económico que lo separaba de Occidente. Este repentino aggiornamento no supuso, sin embargo, la destrucción de la rica herencia cultural; al contrario, el sincretismo inherente al pueblo nipón hizo que el país se erigiera en celoso guardián de sus tradiciones al tiempo que se modernizaba e iba ganando una importancia cada vez mayor en la escena internacional hasta llegar a situarse en el lugar privilegiado de las grandes potencias. Ello explica que hoy día lo viejo y lo nuevo se manifiesten de forma conjunta en todos los ámbitos de la vida cultural japonesa, incluyendo, claro está, las artes, y, muy especialmente, el cine. Como arte que da cabida a todas las demás, el cine ha hecho uso de la música, la fotografía y, por supuesto, la literatura, dentro de la cual se incluye el teatro. (…) [H]emos intentado poner de manifiesto cómo la tradición escénica, igual que un espíritu del pasado que hubiera sido invocado, ha aflorado en la producción fílmica nipona, unas veces de manera declarada; otras, quizá inconscientemente, pero, en cualquier caso, siempre de un modo natural, sin estridencias, sin ruidosas revoluciones, como no podía ser de otra forma en un país donde entre los ideales estéticos más valorados se cuenta la repetición –con ligeras variaciones, casi imperceptibles– de los mismos continentes y contenidos, que se autofagocitan y se autorregeneran en una circularidad constante como la vida misma. Desde este punto de vista, no es de extrañar, pues, que la originalidad tal y como la concebimos en Occidente sea vista más como pura excentricidad que como un rasgo de genialidad auténtica. El individualismo funciona mal en Japón, donde los artistas, más que autores, son artesanos que recrean, no crean –entre otras cosas, porque todo está ya inventado; la novedad proviene de la lectura que del mundo hace cada uno, y que, necesariamente, ha de ser distinta en cada caso–. Los cineastas no escapan a esta regla, y aunque a nosotros puedan parecernos una novedad rompedora, en su país de origen sus obras son sólo ramas del gran tronco de la propia tradición cultural. Dichas ramas están inextricablemente entrelazadas, constituyendo un ejemplo perfecto de imbricación intertextual que explica por qué en el país nipón la distinción entre las diversas disciplinas artísticas no está tan acentuada como en Occidente; más bien al contrario, todas comparten las mismas características porque todas son hijas de una filosofía común –merece destacarse a este respecto el hecho de que muchas de ellas constituyan caminos o michi / dō, de crecimiento personal y perfección espiritual–. Así, el cine y el teatro, a pesar de usar medios distintos de expresión, tratan de igual modo conceptos como la forma, el espacio y el tiempo. En ambos casos su tratamiento responde a un esquema de pensamiento homogéneo inserto en un modelo cultural muy determinado. Aunque los elementos de éste varíen, como es lógico, a lo largo de la historia, la revisión no implica en ningún caso la destrucción de los postulados, sino más bien la adaptación de los mismos a nuevos contextos. Las circunstancias cambian; la esencia permanece. Por eso, igual que la pintura clásica o el grabado tradicional, el teatro y el cine del país del sol naciente no han tratado tanto de mostrar la realidad «tal cual es» como de trascenderla. Históricamente, las artes occidentales se han preocupado por desarrollar mecanismos que les permitieran captar el mundo que nos rodea con el máximo grado de fidelidad posible. Japón, en cambio, jamás ha ocultado la maquinaria del discurso representativo, al que, consciente de su naturaleza, tan ilusoria como la propia vida, ha visto siempre, no como una finalidad en sí misma, sino como un medio para alcanzar la Verdad.
Fuentes:
- Texto extraído de: FORTES GUERRERO, Raúl, De Zeami a Kitano. Influencia de las artes escénicas japonesas en el cine nipón, tesina dirigida por la Dra. Dª. Pilar Pedraza Martínez, y depositada y leída en el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Valencia, julio de 2005, págs. 1, 2 y 94 | Texto escrito por: Raúl Fortes Guerrero [CoolJapan.es]
- Imagen de cabecera extraída de: Fotograma de la película Onibaba (Onibaba, 1964), de Kaneto Shindō, un claro ejemplo de la influencia del teatro noh en el cine japonés, utilizándose en este caso la máscara hannya, que caracteriza a las mujeres endemoniadas, como dispositivo argumental del relato.