Introducción
Muchos de los tópicos que actualmente circulan sobre el país nipón son, en realidad, mixtificaciones creadas por los propios japoneses en la época contemporánea con el fin de mitificar la cultura de una nación a la que en 1868, tras más de dos siglos de aislamiento, los avatares históricos obligaron a abrirse al mundo, a desechar las estructuras feudales que la caracterizaban y a acometer un proceso de desarrollo sin precedentes que, en un breve lapso de tiempo, la equiparara a las grandes potencias occidentales, donde la industrialización y la ruptura con el Antiguo Régimen hacía años que se había producido.
El aperturismo que supuso la Revolución Meiji no impidió, sin embargo, que en ese mismo período, y coincidiendo con la restauración del poder imperial y con el traslado de la capitalidad de Kioto a Edo –rebautizada entonces como Tokio–, se empezase a formar, paradójicamente, una fuerte conciencia nacional que, a través de la recuperación de viejas tradiciones y de la invención de otras nuevas hechas pasar por antiguas, buscaba afirmar la identidad de Japón ante Eurasia y América, y reclamaba para éste su lugar en el concierto sociopolítico y económico mundial. Ese nacionalismo incipiente y ese sentimiento colectivo de pertenecer a una cultura única y singular, a un pueblo especialmente bendecido por los dioses, pronto desembocó en un imperialismo cada vez más exacerbado que tuvo en la expansión militar nipona por el continente su más clara manifestación, y cuya escalada de violencia llevó al Gobierno de la nación a entrar en guerra contra China en 1937 y contra los Aliados en 1941.
El presente artículo versa sobre el papel que el cine de animación jugó en la creación de dicho nacionalismo y en la defensa de tales ideales imperialistas durante la conflagración bélica y la época que la antecedió.
La animación japonesa en el período prebélico y en el período bélico
Hablar de la animación japonesa implica, no obstante, hacerlo del más ilustre de sus precursores artísticos: el manga, a cuya evolución histórica ésta va indisolublemente unida. ¿Cuál era la situación del manga en el período Taishō (1912-1926) y en los primeros momentos del largo período Shōwa (1926-1989)?
Como bien apunta Frederik L. Schodt en su espléndido Manga! Manga!: The World of Japanese Comics, los locos años 20 fueron una década vertiginosa de libertades políticas y sociales sin parangón que permitieron experimentaciones tanto en lo ideológico como en el estilo de vida. Igual que sucedía en Estados Unidos, las ciudades japonesas latían por entonces al ritmo del jazz, mientras las gafas a lo Harold Lloyd, los pantalones anchos y los vestidos de flapper causaban furor entre la juventud urbanita sofisticada, llamada moga – mobo (abreviación de modan gaaru – modan bōi, del inglés modern girl – modern boy). Artistas como Saseo Ono y Hisara Tanaka describen esta sociedad progresivamente decadente que se encuentra en los cafés, los bares y los teatros de Tokio. Ono, en particular, se hizo famoso por sus dibujos eróticos de chicas flapper. Suavizado por los estándares de hoy día, su trabajo cayó en la categoría de lo que después fue bautizado como arte ero-guro-nansensu («erótico, grotesco, sin sentido»), del que son herederos los actuales tebeos eróticos y las tiras humorísticas para adultos.

La modernización de Japón, no obstante, trajo consigo, igual que en su día sucedió con la Revolución Industrial en Europa, una serie de injusticias económicas que provocaron, a su vez, importantes rupturas sociales. Todos estos problemas llevaron a muchos artistas intelectuales a radicalizar sus posiciones y a trabajar en el nuevo género «proletario» y de agitación de dibujos y tiras de cómic. El triunfo de la Revolución Rusa en 1917 les proveyó de un atractivo ideario. Ser artista contestatario en el Japón de los años 20 y 30 del siglo pasado casi siempre significaba ser marxista. Publicaciones como el Musansha Shinbun o el Senki, e incluso no pocas revistas moderadas, daban a conocer regularmente la obra de grupos izquierdistas, como la Liga de Arte Proletario de Japón. El artista ideológico más versátil, Masamu Yanase, empleó su talento para cargar contra sus enemigos y apoyar la causa. Imitando el estilo del alemán George Grosz y de los estadounidenses Robert Minor y Fred Ellis, Yanase mostró en sus dibujos trabajadores sanos y saludables frente a jefes corruptos y gordos. En 1929 incluso creó un cómic parodiando el Bringing Up Father (Educando a papá) de George McManus. Se llamó Kanemochi kyōiku (Educando a un rico).
Sin embargo, las fisuras fueron apareciendo gradualmente en la fachada liberal de Japón. Coincidiendo con la politización de los creadores, un fanático ejército ultra nacionalista concentrado en la expansión en Asia continental estaba haciéndose con el ejecutivo. Disidentes como Yanase o como Tarō Yashima sufrieron con frecuencia detenciones, y ocasionalmente tortura.

A finales de los años 20 y principios de los 30, la nueva política del Gobierno, armada con una orwelliana «Ley de Preservación de la Paz», comenzó a controlar mediante intimidaciones y coacciones a los artistas y editores que abrigaban ideas subversivas. Más de una revista tuvo que cerrar, y casi todas fueron obligadas a la autocensura. Quienes no acataban las normas eran arrestados, cosa que ocurría repetidamente. Esta persecución obligó a los autores a trabajar en géneros más seguros, lo que produjo de forma indirecta un boom de los tebeos para niños y del ero-guro-nansensu para adultos.
Muchos clásicos infantiles salieron de este período, entre ellos, orakuro de Suihō Tagawa y Bōken Dankichi (Dankichi el aventurero) de Keizō Shimada. La mayoría de estos cómics acusaba una notable tendencia moralista, y acentuaba los valores tradicionales de lealtad, coraje y fuerza dirigidos a los jóvenes. Tanto es así que, a pesar de su estilo inocentemente naíf, el grado hasta el cual apoyaron la causa del militarismo es aún hoy objeto de debate entre los estudiosos.
Norakuro, por ejemplo, estaba formado por una serie de historias sobre un torpe perro callejero que se unía al Ejército Imperial japonés para batallar contra otros ejércitos de animales –trasunto de los ejércitos extranjeros– y que, con los años, pasaba de ser soldado raso a capitán. En su evolución –que corre pareja al desarrollo militarista nipón– dejó de caminar a cuatro patas y de cometer errores, pero también fue perdiendo poco a poco el humor que lo caracterizaba, y por ende, todo interés. Norakuro se publicó en la revista mensual para niños Shōnen Club de la editorial Kōdansha entre 1931 y 1941, y se compiló después en diez libros de tapa dura de aproximadamente 150 páginas a color cada uno. Muy pronto traspasó las fronteras del manga para saltar a la gran pantalla, como atestiguan los cortometrajes Norakuro, soldado raso: Instrucción militar / Simulacro (Norakuro nitōhei: Kyōren no maki / Enshū no maki, 1933), Norakuro, cabo (Norakuro gochō, 1934) y Norakuro, alférez: Extraño suceso de domingo (Norakuro shōi: Nichiyōbi no kaijiken). En las dos primeras obras, dirigidas y animadas por Yasuji Murata a partir de la adaptación hecha por Chūzō Aoji, el belicismo de la historia queda diluido en la comicidad hilarante del filme, debida en buena parte al personaje epónimo, una especie de antihéroe patoso –como ya se ha dicho– que supone el contrapunto cómico al mensaje que subyace tras el argumento. No obstante, la tercera película, realizada presumiblemente por los mismos años, es un claro alegato que legitima el uso de la violencia por parte del Ejército, y constituye toda una exaltación del militarismo nipón apoyada en una iconografía preñada de símbolos armamentísticos.
Dankichi el aventurero, por su parte, narra la historia de un niño japonés que se convierte en rey de una isla del Pacífico y lleva la «educación» y la «cultura» a sus habitantes, enseñándoles cómo hacer bombas con cocos, tanques con elefantes y aviones con pájaros. Cuando los blancos extranjeros invaden la isla, Dankichi y su batallón de indígenas los expulsan con cañones que disparan tigres vivientes.

Dankichi el aventurero fue seriado en Shōnen Club de 1933 a 1939, y compilado luego en tres volúmenes de tapa dura. Al igual que Norakuro, pronto pasó del papel al celuloide. Testimonio de ello son los cortometrajes Dankichi el aventurero: A la deriva (Bōken Dankichi: Hyōryū no maki) y Juegos Olímpicos en Isla Dankichi (Dankichi-jima no Orinpikku Taikai, 1932), caracterizados ambos por un agresivo mensaje imperialista.
El primero nos muestra cómo un día en que se halla de pesca, Dankichi es arrastrado por una ballena hasta una isla de los Mares del Sur. Sus moradores, burdamente caricaturizados como salvajes por civilizar, y cuya máxima expresión de barbarie es su canibalismo, son sometidos violentamente por el uso de la fuerza, y el protagonista es al final coronado rey.
El argumento del segundo filme gira en torno a unos Juegos Olímpicos celebrados en la isla de la que el niño se ha convertido en gobernante absoluto. La competición, que enfrenta a humanos y a animales, termina, gracias a Dankichi –que en el plano final es manteado por los indígenas–, con la victoria de los primeros. La imagen que abre la película –la bandera de Japón ondeando en una palmera, como signo ineludible del colonialismo nipón– y la que muestra el premio a los vencedores –una caja de dango, bolas de harina de arroz cocidas al vapor que constituyen el dulce japonés por excelencia– suponen ya en sí mismas toda una declaración de intenciones. De forma irónica, como la historia se ha encargado de demostrar después, Dankichi el aventurero se erige así en adalid de la civilización en el Asia Pacífica, por un lado, y en libertador del imperialismo occidental, por otro, explotando la xenofobia contra el extranjero blanco. En el caso de Juegos Olímpicos en Isla Dankichi, además, la exaltación de Japón se lleva a cabo a través del tema del deporte, pilar fundamental en el cine de propaganda de los regímenes fascistas, como demuestra, verbigracia, Olympia (1938), de Leni Riefenstahl.
En esta misma estela se sitúa La gran competición de Mābō (Mābō no daikyōsō), un cortometraje anónimo de 1936 que supone otro magnífico ejemplo de película nacionalista, la cual, en este caso, nos lleva de nuevo a unos Juegos Olímpicos imaginarios, en dos de cuyas pruebas atléticas –los 5.000m. y el salto de pértiga– participa un joven japonés llamado Mābō, que acaba venciendo a sus rivales occidentales, caracterizados con exagerados rasgos físicos y singularizados por su juego sucio. Lo más sorprendente del filme, sin embargo, es que, entre el enfervorizado público asistente, hallamos a Mickey Mouse y a su novia Minnie, al Gato Félix y a Betty Boop, iconos culturales americanos de los que la película se apropia, no sólo para ponerlos, desde el punto de vista argumental, al servicio de Mābō, al que increíblemente animan desde las gradas con banderas japonesas, sino también para, en una perversa referencia metalingüística, dejar constancia de la inspiración, la asimilación y la superación del cartoon estadounidense por parte de la animación nipona.
Mābō es también el personaje central del cortometraje Mābō como Tōkichirō Kinoshita (Mābō no Kinoshita Tōkichirō, 1938), interesante obra construida en abismo al final de la cual se descubre que todo lo que el espectador ha visto hasta ese momento es la filmación de una película de época protagonizada por el muchacho japonés en el papel de Tōkichirō Kinoshita –primer nombre de Hideyoshi Toyotomi–. El recurso a la técnica de construcción en abismo no sólo sirve para ensalzar las viejas glorias y las virtudes tradicionalmente asociadas al pueblo nipón –la fidelidad, el trabajo, la capacidad de sacrificio…–, sino también para tender un puente entre el pasado –aquí representado por el personaje de Tōkichirō Kinoshita– y el presente –simbolizado por el joven Mābō–. El juego metalingüístico permite establecer un claro vínculo entre ambos, y así enfatizar el mensaje según el cual los japoneses del período Shōwa son herederos directos del rico acervo histórico y cultural creado por sus ilustres ancestros.
Esta revisión del glorioso pasado nacional suele llevarse a cabo a través de los héroes patrios que pueblan el corpus histórico y legendario del País del Sol Naciente, como puedan ser Hideyoshi Toyotomi en el filme antes citado o Yoshitsune y Benkei en Benkei contra Ushiwaka (Benkei tai Ushiwaka, 1939), de Kenzō Masaoka. Este cortometraje producido por el Nippon Dōga Kenkyūjo y brillantemente animado por Masao Kumakawa y Ryōtarō Kuwata, supone un buen ejemplo de ese cine enraizado en la tradición cultural y destinado a promover la unidad nacional de Japón, en este caso mediante la historia del mítico enfrentamiento entre Yoshitsune Minamoto (Ushiwakamaru) –hermano menor del sogún Yoritomo Minamoto– y Benkei Musashibō –más tarde su fiel vasallo–, protagonistas de buena parte de la literatura y del cine de esas latitudes, como demuestran las obras de teatro Noh Funa-Benkei y Hashi-Benkei, o la película de Akira Kurosawa Los hombres que caminan sobre la cola del tigre (Tora no o wo fumu otokotachi, 1945). La aparición en la historia de personajes típicos de la religión y la mitología niponas, como los tengu del monte Kurama (un tipo de criaturas sobrenaturales que, según la tradición –mostrada en el filme–, iniciaron a Yoshitsune en las artes marciales para poder vencer a sus rivales del clan Taira), contribuye a acentuar la excepcionalidad del patrimonio cultural de este país.
Pero si hay una figura indiscutiblemente famosa y querida dentro del folclore japonés, ésa es la de Momotarō. Momotarō quintaesencia los valores más representativos del pueblo nipón, a saber: abnegación, piedad filial, lealtad, honestidad, fuerza y constancia, y lo hace a través de la historia de un niño nacido de un melocotón y criado por dos ancianos que, al crecer, limpia su aldea de una banda de demonios a los que más tarde, en compañía de tres fieles camaradas –un perro, un mono y un faisán–, persigue hasta Onigashima, su isla secreta, para allí apropiarse de su tesoro y, de vuelta a casa, ofrecérselo a sus progenitores.
Si comparamos Momotarō, el número 1 (Nihon-ichi Momotarō) –la versión cinematográfica que de este cuento hizo en 1928 Sanae Yamamoto– con La aventura aérea de Momotarō (Sora no Momotarō) y La aventura submarina de Momotarō (Umi no Momotarō) –las versiones que en los años 30 rodó Yasuji Murata–, nos daremos cuenta enseguida de hasta qué punto el personaje fue actualizado para adaptar sus loables virtudes a las no tan plausibles exigencias de la contemporaneidad.
La aventura aérea de Momotarō es un cortometraje de 1931 en el que el protagonista y sus amigos han de hacer frente a una enorme águila que tiene atemorizadas a las aves del Antártico. La primera escena nos muestra al joven estudiando la situación ante una mesa sobre la que hay un mapa desplegado. Su elegante pose de general viene reforzada por la armadura de samurái con que va ataviado, que contrasta poderosamente con las ropas de sus compañeros, vestidos como pilotos japoneses del período Shōwa. También su aeroplano está modelado en base a los aviones de combate de los años 30. Esta fusión de lo viejo y lo nuevo incide una vez más en la idea anteriormente expuesta de la recuperación de las glorias pretéritas y de la necesidad de asimilar a los héroes del pasado los japoneses del presente. Por otro lado, la recurrencia a símbolos patrios como el sintoísmo –la religión primigenia del país nipón, aquí manifestada en el altar del kami (dios) al que los personajes rezan antes de su partida, o en el sagrado monte Fuji, que aparece durante la travesía al Polo Sur– y a elementos iconográficos militaristas de la época como el hachimaki de Momotarō –la banda que lleva ceñida a la cabeza y que preludia la imagen del futuro kamikaze– o la tortuga gritando: «¡Banzai!» –grito de guerra de los soldados japoneses–, espolea la conciencia nacional del público al que la obra va dirigida, y contribuye a normalizar la actitud beligerante que el Gobierno del país, controlado por el Ejército, estaba tomando. Esta política belicista desembocó, como ya se ha dicho, en un agresivo imperialismo que, no obstante, en la escena final del filme está disfrazado –y, por ende, legitimado– con la máscara de la salvación: entre los vítores de los pingüinos y demás aves antárticas, el avión de Momotarō aparece arrastrando al águila atada a una cuerda en la que ondea la bandera nipona, erigiendo así a Japón como garante de la libertad internacional frente al colonialismo occidental en general y estadounidense en particular, aquí representado por la enorme rapaz.
Lo mismo puede decirse de La aventura submarina de Momotarō, un cortometraje de 1932 en el que el protagonista y sus camaradas libran a los peces del océano de la molesta presencia de un tiburón. El aeroplano de combate ha sido sustituido ahora por un submarino inspirado en aquéllos reales de los años 30, y los trajes de piloto, por uniformes de la Marina. Momotarō aparece otra vez vistiendo la armadura de samurái que lo caracteriza, y la imaginería marcial se hace presente, sobre todo, en el saludo oficial que el joven y sus amigos realizan en el último plano del filme, acompañado todo éste, igual que La aventura aérea de Momotarō, de una banda sonora que recuerda a las marchas militares de la época.
Con el desarrollo de los acontecimientos históricos y la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial, la figura de Momotarō, central en la educación moral nipona, fue cada vez más utilizada para representar y ponderar los valores castrenses nacionalistas. Esta puesta al día del legendario personaje, reubicado en contextos totalmente nuevos, alcanza su punto álgido en Las águilas marinas de Momotarō (Momotarō no umiwashi, 1942) y en su secuela Momotarō: Los guerreros divinos del mar (Momotarō: Umi no shinpei, 1944) –el primer largometraje de animación japonés–, ambas películas dirigidas por Mitsuyo Seo bajo el patrocinio del Ministerio de Marina nipón. El hecho de que un organismo oficial como éste se involucrara en su producción da buena cuenta de la importancia que el cine había llegado a adquirir como medio propagandístico.
Con sus 37 minutos de duración, Las águilas marinas de Momotarō es un mediometraje soberbio desde el punto de vista de la realización formal y artística, dotado de un realismo impresionante y de grandes hallazgos técnicos, como la cámara multiplano, por ejemplo, que permite crear perspectiva y tridimensionalidad. Pero la obra es también espléndida desde el punto de vista del contenido, atendiendo a la finalidad para la que fue creada: Momotarō es ahora un comandante naval de regio semblante que envía a sus escuadrones de perros, monos y faisanes a luchar contra los «demonios occidentales» de la nueva Onigashima: Oahu (Hawái), donde bombardean la base militar de Pearl Harbor. Las alusiones más o menos veladas a los Estados Unidos que veíamos en películas de los años 30 como La aventura aérea de Momotarō y La aventura submarina de Momotarō, se convierten aquí en un declarado ataque contra el país americano, cuyos habitantes, a diferencia de los alegres, sensibles, valientes, leales, sanos y saludables japoneses, están caracterizados como cobardes alcoholizados incapaces de articular otra cosa que no sean sonidos guturales, y físicamente inspirados en el poco agraciado Bluto de Popeye. El filme, pues, supone así también, igual que veíamos en La gran competición de Mābō, una exaltación del triunfo de la animación nipona sobre la occidental, que había dominado las pantallas de Japón antes del ataque a Pearl Harbor.
El mismo año que Mitsuyo Seo dirigía Las águilas marinas de Momotarō, Yoshitarō Kataoka rodaba Sankichi, el mono: Combate aéreo (Osaru no Sankichi: Bōkūsen), un cortometraje producido por el Nihon Manga Film Kenkyūjo en el que Sankichi y sus compañeros simios derrotan a un escuadrón de úrsidos. El oso es el animal emblemático de Rusia, y, por tanto, su elección en la película no es casual; estos animales encarnan aquí a la antigua URSS, que, como país aliado de Gran Bretaña y Estados Unidos, estaba enfrentado a Japón, representado, a su vez, por los monos. Para despejar cualquier atisbo de duda, los osos van ataviados con el uniforme soviético, y sus gorros y aviones lucen la estrella de cinco puntas, mientras que los aeroplanos de los monos exhiben un círculo pintado, en clara alusión a la bandera nipona. La frase exhortativa con la que se abre la película –«¡Proteged nuestro cielo! La mejor defensa es un buen ataque»– supone toda una declaración de intenciones: una legitimación de la violencia armada –en la obra aparecen también tanques y maquinaria bélica en general– en aras de una supuesta autoprotección nacional, reforzada al final del filme por un contundente «Quedan aún otros enemigos. ¡Defendamos nuestro cielo!», y por el plano último del sol naciente sobre el horizonte marino, metáfora de la victoria de Japón sobre sus adversarios.
El personaje de Sankichi ya había protagonizado ocho años antes, en 1934, otro cortometraje de temática idéntica: Sankichi, el mono: Tropa de asalto (Osaru no Sankichi: Totsugekitai), en el que un ejército de monos triunfaba sobre otro de osos polares, caracterizados como borrachos entregados al canto, al baile y a la fiesta desenfrenada, en lo que parecía ser una feroz caricatura del cosaco eslavo. Como en Sankichi, el mono: Combate aéreo, tampoco aquí la ingenuidad del dibujo animado ocultaba la agresividad del mensaje militarista, acentuado en la banda sonora por una música de marcado carácter marcial. La película estaba dirigida y animada por Mitsuyo Seo. Puede resultar paradójico que una obra como ésta o como Las águilas marinas de Momotarō fuera realizada por un cineasta de izquierdas como él, pero cabe tener en cuenta que, durante los largos y oscuros años de la contienda mundial, toda la nación fue movilizada, y los artistas no fueron una excepción. Como señala Frederik L. Schodt, es aterrador el grado de conformismo que el Gobierno nipón fue capaz de imponer a creadores e intelectuales, prueba de lo cual es el hecho de la transformación de muchos manga infantiles y juveniles de carácter mensual, como Shōnen Club, Shōjo Club y Yōnen Club, en magazines con fotos y artículos que cada vez explotaban más las proezas de los soldados japoneses. Las portadas mostraban a niños frunciendo el ceño y portando armas, y las historietas, consideradas quizá frívolas, empezaron a desaparecer. El número de julio de 1945 de la revista Shōnen Club no tenía cubierta y constaba sólo de 32 páginas de puro texto, con instrucciones en la última hoja sobre cómo lanzar una granada de mano.
Algunos artistas creían en el objetivo declarado de Japón de liberar a Asia del colonialismo. Otros sufrieron lo que se llamó tenkō o conversión a las directrices del Estado. La solidaridad de una nación ya de por sí homogénea fue utilizada para golpear a los disidentes a través de una política de premio y castigo: la no cooperación se sancionaba con detenciones preventivas, prohibiciones a la hora de publicar las obras y ostracismo social, mientras que aquéllos que colaboraban con el régimen eran recompensados con programas de rehabilitación y apoyo de la comunidad. En Japón, a diferencia de lo que ocurrió en Alemania, las ejecuciones no fueron necesarias. Con unas pocas notables excepciones, los artistas que habían pasado su vida criticando al poder ofrecían ahora toda su ayuda a los militares. El Gobierno explotó habilidosamente la propensión del pueblo nipón al faccionalismo. Antes de la Segunda Guerra Mundial era virtualmente imposible triunfar como dibujante profesional sin pertenecer a algún tipo de asociación.
En 1940, tras la destrucción de la mayoría de grupos disidentes, se crearon con el apoyo estatal organizaciones paraguas como la Shin Nippon Manga-ka Kyōkai (Nueva Asociación de Dibujantes de Japón) para unir a los ilustradores bajo una política oficial. La Nueva Asociación de Dibujantes absorbió a ocho organizaciones existentes, incluyendo la Shin Manga-ha Shūdan (Facción de Nuevos Dibujantes), que había sido hasta ese momento la más poderosa. El órgano de la Nueva Asociación de Dibujantes, el magacín mensual Manga dirigido por Hidezō Kondō, fue la única revista de este tipo que continuó publicándose durante los años de la conflagración, cuando escaseaba el suministro de papel.
Después del ataque a Pearl Harbor en diciembre de 1941, los artistas que no habían sido prohibidos o que no estaban sirviendo en el frente se hallaban activos en una de estas tres áreas: la producción de tiras de cómic familiares que eran inocuas o que promovían la solidaridad nacional, la ejecución de dibujos de una sola viñeta que demonizaban al enemigo en la publicación Manga o en otros medios semioficiales, y la creación de propaganda en el Gobierno y en el Ejército para ser usada en ultramar.
Las tiras de historietas familiares eran de carácter sencillo y optimista, y durante casi una década mostraron en clave de humor la supervivencia durante la guerra y la inmediata posguerra. Así, Omoitsuki fujin («Una ama de casa ocurrente»), de Fusato Hirai, enfatizaba la necesidad de conservar y reciclar en el hogar en tiempos de carestía, y Suishin oyaji («Papá Promoción»), de Ichio Matsushita, mostraba a un enérgico presidente de una pequeña compañía que constantemente instaba a sus trabajadores y a la población a aumentar la producción para poder ganar el conflicto bélico.

La tira de periódico japonesa más famosa de todos los tiempos, Fuku-chan («El pequeño Fuku»), de Ryūichi Yokoyama, vio la luz en 1936, sobrevivió a la contienda y supo adaptarse a las nuevas circunstancias históricas para continuar siendo publicada hasta 1971. El enorme éxito de Fuku-chan se debe a su encantador protagonista, un niño que, con su gracia e ingenio, hacía sonreír a sus lectores a pesar de las adversidades. En 1940, su título cambió a otro más combativo: «¡Adelante, pequeño Fuku!», y el motivo decorativo original en la ropa de uno de los personajes secundarios, «ABC», fue sustituido por «123», ya que, durante la guerra, «ABC» era el acrónimo del enemigo Aliado: «America, Britain, China».
Por otro lado, los dibujos de revistas como Manga alentaban regularmente a la nación a «aniquilar a los demonios estadounidenses y británicos». Kondō, el editor, hizo en la portada magníficas caricaturas de políticos, como la de un vampírico Roosevelt con cara verdosa y colmillos, o la de un Churchill panzudo y decadente.

En una edición de 1943 apareció, no por azar, un dibujo de Ryūichi Yokoyama titulado Kagaku Senshi Nyū Yōku ni shutsugensuru («El Guerrero de la Ciencia aparece en Nueva York»). A finales de ese año, la marea de la guerra se estaba volviendo contra el país nipón, y la idea de un robot gigante que pudiera acabar con el enemigo probablemente ayudó a sobrellevar la frustración de los japoneses, que estaban sufriendo los bombardeos, pero no podían devolverlos.

En cuanto a los artistas destinados a la producción de propaganda en ultramar, su trabajo estaba enfocado hacia dos objetivos básicos: por un lado, persuadir a la población nativa asiática de que los japoneses eran los libertadores y los Aliados el diablo encarnado; por otro, sembrar la disensión entre estos últimos. Los dibujos eran un medio excelente para la consecución de ambos fines, dado que traspasaban la infranqueable barrera del lenguaje y que, además, en muchas regiones la gente era analfabeta. No pocos autores fueron movilizados y enviados a zonas de guerra, donde realizaron informes para la sociedad nipona y propaganda, tanto para repartir entre los habitantes locales, como para arrojar sobre las líneas enemigas. Incluso la facción moga – mobo de preguerra se mantuvo ocupada creando dibujos eróticos dirigidos a las tropas estadounidenses, británicas y australianas y neozelandesas, que tenían la finalidad de sembrar en los soldados dudas sobre la fidelidad de su novia o esposa en su país de origen, y así mermar su eficiencia en la lucha. Los americanos de descanso en Australia, por ejemplo, eran retratados seduciendo a las esposas de los soldados oceánicos, mientras éstos sufrían penalidades en la jungla.

Con todo, el mayor éxito se alcanzó entre las poblaciones indígenas de Asia, deseosas de sacudirse el yugo del colonialismo europeo. Aquí es donde se encuadrarían, a pesar de ser creaciones de los años 30, Dankichi el aventurero y sus versiones cinematográficas Dankichi el aventurero: A la deriva y Juegos Olímpicos en Isla Dankichi, ya comentadas. En esa misma línea de explotación del racismo contra Occidente se sitúan otras obras fílmicas, como Una noche en el pub (Izakaya no ichiya, 1936), de Yasuji Murata: agobiado por la situación socioeconómica del momento –que la película muestra significativamente en sus primeros planos–, un hombre se emborracha en una taberna y sueña que viaja al fondo del mar, donde los fantasmas de dos samuráis le atacan al confundirlo con un forastero –la xenofobia del Japón contemporáneo vinculada a la xenofobia del Japón feudal–. Después de demostrar su condición nacional bailando –la danza como elemento identitario del pueblo nipón–, el protagonista entabla amistad con los espectros, y los tres personajes se dirigen, guiados por una extraña «música extranjera», al Payless –un barco hundido cuyo nombre recuerda al Plymouth americano, y cuya apariencia nos trae a la memoria los Barcos Negros del Comodoro Matthew Perry–, donde tratan de apoderarse de su tesoro. En su interior, vemos sobre el palio que cubre el cofre con el dinero la insignia de un águila – alusión a los Estados Unidos–, y custodiando el arca, a un fantasma ataviado como un general de la Guerra de Secesión, al que se enfrentan los samuráis mientras el protagonista intenta huir con el botín. El cortometraje termina cuando éste se despierta y comprende que todo ha sido un sueño. La visión onírica de un pasado fantaseado se revela entonces como la única vía de escape posible para superar el presente desolador, y el filme, como un ejemplo de desquite contra la historia mediante la revisión de la tradición y su adaptación a los nuevos tiempos.
Este avivamiento del odio contra el hombre blanco corre parejo a la glorificación de todos aquellos símbolos patrios capaces de crear en el público japonés un sentimiento de unidad que singularice al país nipón y lo distinga de cualquier otra tradición existente. En la búsqueda de esas raíces culturales no podía faltar algo tan antiguo e inherente al ser humano como el fenómeno religioso, y el sintoísmo, el credo original de Japón, verdaderamente único en el mundo, se erige así en principal eje vertebrador de la conciencia nacional. De ahí la recurrencia a sus mitos y a su iconografía en las películas de los años 30, como veíamos en La aventura aérea de Momotarō, o como puede apreciarse en El festival de la aldea (Mura matsuri, 1930) y, sobre todo, en Kokka: Kimi ga yo (1931).
El festival de la aldea es un cortometraje originalmente mudo que pone en escena una canción infantil de la escuela, la cual debía sonar durante la proyección en una grabación en fonógrafo que se vendía con el filme –la versión actual en DVD junta imagen y sonido–. La canción se llama igual que la película, y es, de hecho, la que le da título. Mediante la primitiva técnica del kiri-gami, Noburō Ōfuji, director y productor de la obra, anima las partes del cuerpo de sus personajes usando recortes de papel con diseños ya estampados (Edo chiyo-gami), y construye con ellos una serie de imágenes encantadoras que, en unión con la música, vienen a constituir la apología del dios de la cosecha de una aldea cualquiera –símbolo de todas las aldeas de Japón–, y, por extensión, un panegírico del sintoísmo.
Kokka: Kimi ga yo es otro cortometraje de Noburō Ōfuji en el que, con la técnica del kage-e (animación con sombras), el director compone un hermosísimo himno visual a la religión primigenia de su país, a través de una serie de motivos «solares» alusivos a Amaterasu y de la puesta en escena de dos célebres mitos del Kojiki –el texto más antiguo de la historia de Japón–: la creación de las islas por parte de la pareja divina Izanagi e Izanami y la salida de la diosa del Sol de la Cueva Celestial. Las imágenes van acompañadas por la música del himno nacional nipón (kokka): Kimi ga yo («La época del emperador»), cuya letra, toda una exaltación de la figura del mikado, aparece entre ambos mitos –presumiblemente para ser cantada por el público a modo de karaoke–. La música se repite, con cierto carácter mántrico, hasta cuatro veces a lo largo de la película, coincidiendo con las cuatro partes en que ésta está estructurada: el mito de la Creación, el texto del himno, el mito de la Cueva Celestial y la mostración de los Tres Tesoros Sagrados –la espada (Kusanagi no Tsurugi), el espejo (Yata no Kagami) y el collar de joyas (Yasakani no Magatama)– vinculados a Amaterasu, y, por tanto, a la figura del mikado, al que se creía descendiente divino de la diosa del Sol, y, en consecuencia, plenamente legitimado para gobernar el país. Así, con sus sólo tres minutos de duración, este filme en apariencia sencillo elabora un complejo discurso en el que, conforme al objetivo buscado, religión, Estado y pueblo –simbolizados respectivamente por la imagen cinematográfica, la banda sonora con el himno al emperador y el texto para ser cantado por los espectadores– forman un todo acorde con el mensaje requerido de unidad nacional.
Dicha unidad también se busca recurriendo a la música y a la danza, dos manifestaciones artísticas que destacan notablemente dentro del rico patrimonio cultural japonés. Ya hemos visto la importancia del baile como elemento discriminatorio de la identidad nipona en Una noche en el pub. Otra obra representativa al respecto es Canción de primavera (Haru no uta, 1931), de nuevo dirigida y animada por Noburō Ōfuji con la técnica del kiri-gami o papel recortado. Al igual que El festival de la aldea, este cortometraje era en su origen mudo, y representa visualmente una canción infantil de la escuela que debía sonar durante la proyección en una grabación en fonógrafo que se vendía junto con el filme. También en este caso su título viene dado por el de la composición musical. Canción de primavera es una película educativa en la que se parte de una tonada tradicional para, a través de dos símbolos patrios como son la bandera y el cerezo, confeccionar con deliciosas imágenes un persuasivo discurso de afirmación nacional.
Junto a la religión y a otros elementos del propio acervo cultural, el tercer elemento de exaltación en estas películas lo constituyen los valores proverbiales que definen al pueblo nipón. Algunos ya los hemos visto en obras como Momotarō, el número 1 y Mābō como Tōkichirō Kinoshita. Los cortometrajes Gran revuelo en la aldea de los animales (Dōbutsu-mura no daisōdō) o El mono Masamune (Saru Masamune) son también buenos ejemplos. El primero es un filme de fecha desconocida dirigido y animado por Sanae Yamamoto, en el que, a través de las vicisitudes de una comunidad de bestias, se muestran las bondades del trabajo en equipo, de la fuerza del grupo y, de paso, de la familia numerosa –no olvidemos que la procreación de la especie para la perpetuación de la raza es uno de los puntos básicos en la política de todos los regímenes fascistas, que siempre han incentivado socialmente el tener muchos hijos–. De ahí que, una vez más, los héroes sean, igual que sucede en otras películas del género, los simios, símbolo de Japón y animales gregarios por antonomasia.
El mono Masamune es un filme didáctico de 1930, originalmente mudo –aunque se le añadió una banda sonora con posterioridad– y animado por Yasuji Murata, en el que, a partir de una historia original de Chūzō Aoji, se ensalzan, tratando de inculcarlas a los jóvenes, las virtudes ligadas a la tradición marcial, como la camaradería y la ayuda al prójimo, la capacidad de sacrificio, la fidelidad y la responsabilidad, así como la importancia de la buena posición social que puede ganarse gracias a ellas. El nombre «Masamune» hace referencia a Masamune Okazaki, legendario forjador de espadas de finales de la época Kamakura (1185-1333), cuyas hojas fueron muy estimadas durante los períodos Muromachi (1335-1573) y Edo (1603-1868). Pero aquí Masamune es el nombre del primate que ayuda al héroe, una variante cómica que sirve para introducir en la obra el tema de la retribución kármica vinculada al budismo, sistema filosófico y religioso que fue sincretizado con el sintoísmo y que se halla muy presente en el folclore nipón, en el que abundan las historias protagonizadas por seres humanos que, tras salvar a un animal, reciben por su acción meritoria algún tipo de recompensa.
Epílogo
Dos décadas después de que Yasuji Murata realizase El mono Masamune, Tokio Kuroda y Shigeyuki Ozawa dirigían Las crónicas de los esfuerzos de Gulliver (Garibā funtōki, 1950), un cortometraje para la Kindai Eigaisha que evidenciaba claramente el cambio de rumbo que Japón había tomado tras el conflicto armado. Derrotado e intervenido política y militarmente, el país se vio obligado a vivir bajo la ocupación americana, pero fue también gracias a ella que la nación se modernizó hasta alcanzar las cotas de desarrollo que la han situado hoy día como la tercera potencia financiera mundial –la segunda hasta hace sólo un año–. No es de extrañar, pues, que una película como ésta, lejos de demonizar al extranjero, lo erija en metáfora del progreso y del bienestar que habían de caracterizar a los pujantes años posteriores del «milagro japonés». Así, Gulliver se convierte aquí en el valedor y ayudante de los liliputienses, arrastrando hacia su puerto barcos con ingentes cargamentos de medicinas, automóviles y todo tipo de productos que por aquel entonces estaba demandando realmente la sociedad nipona, en lo que constituye una alusión manifiesta al comercio, a la economía y a las relaciones internacionales de posguerra. La propia referencia a la obra de un autor occidental como Jonathan Swift ya es sintomática al respecto.
La producción cinematográfica del período posbélico desmontó muchos de los tópicos que el País del Sol Naciente había creado sobre sí mismo en lo que Saburō Ienaga llama una «marea de burda «información» autorizada oficialmente durante los años de la contienda», que «convirtió a Japón en un manicomio intelectual dirigido por los dementes», de cuya locura la animación como herramienta política fue al mismo tiempo producto y causa.
Fuentes:
- Texto extraído de “Nacionalismo e imperialismo en el cine de animación japonés antes y durante la Segunda Guerra Mundial”, en Japón: identidad, identidades. I Monográfico de Kokoro. Revista para la difusión de la cultura japonesa, marzo 2013.
- Textos consultados de: SCHODT, Frederik L. (1983) Manga! Manga!: The World of Japanese Comics, Tokio, Kodansha International | SHARP, Jasper, GEROW, Aaron, The Roots of Japanese Anime Until the End of WWII (opúsculo del DVD homónimo editado por Zakka Films) | Texto creado por Raúl Fortes Guerrero[CoolJapan.es]
- Imagenes de cabecera : Al grito de “¡Al ataque!” pronunciado por el teniente Norakuro, cuyo nombre significa literalmente “Vagabundo Negro”, un pelotón de perros antropomorfos se lanza, bayoneta en mano, contra el enemigo. A pesar de su apoyo explícito al militarismo japonés, Norakuro terminó por estar mal visto a los ojos del Ejército Imperial, al considerarlo éste perjudicial para su imagen.