A estas alturas ya somos conscientes tanto de la mixtura religiosa existente en Japón como de la estrecha relación que sus gentes mantienen con los muertos. Quienquiera que haya visitado las islas lo habrá percibido prácticamente en cada instante, pero si existe alguna festividad donde se exacerbe esta inclinación, sin duda alguna se trata del O-bon. Este matsuri («festival») de origen budista se ocupa de honrar el recuerdo de los fallecidos en general y tiene su origen en la historia de Mokuren, un aprendiz de Siddhartha que transgredió las leyes establecidas para rescatar a su madre del reino de los pretas. Sin embargo, como es natural, la celebración ha evolucionado afectada por el paso del tiempo y la influencia del folclore propio de cada país.

En Japón, por ejemplo, se organizan danzas al compás de música tradicional, se ofrece comida y demás ofrendas a los muertos, y finalmente se les despide con una bella tradición de colocar farolillos (tōrō nagashi) en un cauce de agua para guiarlos en el camino de vuelta a su mundo.
Recuerdo cómo en el capítulo final de El Japón fantasmal Lafcadio Hearn narra en primera persona la forma en que vivió el O-bon de Yaidzu, una pequeña provincia costera. La acción se desarrolla durante la última noche del matsuri, lo cual no fue óbice para que nuestro Patrick llegase tarde al rito de tōrō nagashi. Lamentando haberse perdido tal espectáculo, rápidamente decidió quitarse la ropa y adentrarse en la mar, justo cuando la luna llena de agosto alcanzaba su punto más alto. Luego de estar unos minutos nadando, oteó cientos de luces vacilantes que resultaron ser los faroles/guía:
Observé cómo se alejaban las frágiles formas luminosas y mientras avanzaban en la noche, se iban dispersando por efecto del viento y las olas, separándose unas de otras más y más. Y cada una de ellas, con sus colores temblorosos, parecía asustada de la corriente ciega, que las arrastraba hacia la oscuridad. ¿Acaso no somos como linternas que flotan en un mar insondable y profundo, separándonos unos de otros, mientras la corriente nos arrastra hacia la inevitable destrucción…?
Nadie mejor que un hombre dotado de una sensibilidad extrema e imbuido plenamente en el ideario japonés para transmitir aquella empatía sentida hacia los muertos, figuraciones pertenecientes a un mundo distinto al nuestro, pero evocadoras del padecimiento sentido por los que aún viven y los recuerdan.
Nos hallamos ante un tratamiento de la muerte difícil de encajar para la mentalidad occidental, pero nos atreveríamos a decir que también para los japoneses mismos. ¿Porque cómo se puede rendir culto a las ánimas en el O-bon, ceremonia perteneciente a una religión que acepta la reencarnación? ¿Son compatibles los conceptos de espíritu y transmigración? O dicho de otra forma: si el alma renace en otro cuerpo, ¿cómo puede dejar una sustancia espiritual de una vida anterior susceptible a ser agasajada en el O-bon?

A este respecto, quizá ayude conocer que en Japón la mayoría de las sectas budistas niega la existencia del alma, siendo este uno de los puntos más polémicos en los debates protagonizados por los jesuitas y los bonzos de shingon allá por el siglo XVI. Por un lado, los católicos defendían que el alma podía ser castigada eternamente según los comportamientos de la persona en vida, pero los budistas sostenían que esto era imposible porque después de morir no quedaba absolutamente nada del sujeto. Por ello mismo, el budismo no habla de «alma reencarnada», sino más bien de «transmigración», un concepto mucho más complejo de asimilar donde la individualidad espiritual del difunto se pierde para convertirse en otro tipo de energía y que a la postre servirá para concebir un ser distinto en función del karma anterior.
Igual que el agua de la montaña baja y da nombre a muchos ríos para desaparecer en el océano, perdiendo el agua su nombre y su forma, así el sabio, despojándose de su nombre y su forma, entra en La Más Alta Persona Celeste…
—Mundaka Upanishad
Resumiendo, el budismo japonés, que no cree mayoritariamente en el concepto alma, patrocina una festividad donde precisamente se les rinde culto a las almas. Recuerdo cómo hace poco tiempo planteé esta misma paradoja a un monje budista de la secta Jodo que, sin entrar en muchos detalles, contestó: «Es muy complicado de argumentar, la mayoría de los japoneses ni se lo cuestionan». Y estamos convencidos de que no lo hacen por las mismas razones que los lleva a casarse por el rito shinto y morir por el budista, o representar pictóricamente a un kami importantísimo como Hachiman sentado en la posición de loto propia de los budas. La clave de todo reside en la profunda permeabilidad del shinto, cuya facilidad para asimilar nuevas corrientes, unido a su más que probada capacidad adaptativa, hizo que los intelectuales dhármicos pudieran implementarla sin traumas en su cosmovisión.
Entonces, si incluso en algunos casos existió una predisposición de las autoridades religiosas para emparentar las dos grandes creencias japonesas; si en otros los mismos especialistas no le prestan atención a esa serie de contradicciones, ¿por qué en el O-bon no se iban a poder honrar los espíritus de los muertos a pesar del carácter budista de la celebración?
He aquí la clave fundamental para entender la verdadera naturaleza de la espiritualidad japonesa, un sentimiento nacido a la luz de las creencias nativas, pero moldeado al recibir aportes de otras religiones como el budismo y, en menor medida, el tao. Por ello nadie debería extrañarse de las posibles dicotomías surgidas en el seno de estas celebraciones y, si lo hace, que las termine achacando a la fuerza del folclore y la religiosidad popular, los tipos de culto sin duda más íntegros, pues son los que un pueblo ha confeccionado por sí mismo eligiendo lo que más interesaba de una religión u otra.
Fuentes:
- Texto creado por Antonio Míguez [cooljapan.es]
- Fragmento extraído de: Hearn, L. (2008). El Japón fantasmal. Satori. Gijón.
- Imágenes extraídas de: Periodista en Japón y Wikipedia