En 1974 llegó la tercera entrega de la llamada trilogía de la sangre dirigida por Michio Yamamoto: The Evil of Drácula.
Aquí, un profesor es trasladado a un incomunicado instituto de señoritas de arquitectura occidental para sustituir a un compañero desaparecido. El protagonista rápidamente comienza a percibir detalles extraños, como es el comportamiento de algunas internas, o el hecho de que hubiera una cripta en el subsuelo del colegio. A medida que la acción se desarrolla, descubrimos que el director se trata en realidad de un vampiro que se alimenta de las jóvenes alumnas.
La película en sí misma no deja de ser una adaptación del episodio en el que Jonathan Harker llega al castillo de Drácula y comienza a sospechar de la naturaleza sobrenatural del conde. A partir de esa premisa se desarrolla la mejor película de vampiros rodada en Japón gracias al impacto de sus imágenes y conceptos perturbadores — destaca el hecho de suplantar identidades colocándose como máscara las caras arrancadas de los muertos— , por no hablar de su hábil manera de justificar la naturaleza vampírica del antagonista.
Al estilo de otras sagas donde se demonizan personajes de alguna manera relacionados con el cristianismo — recordemos ahora a Oda Nobunaga en Onimusha o Amakusa Shiro en Makai Tensho— el mito del no muerto nace en esta película en función del pacto entre un jesuita moribundo y el mismo demonio judeocristiano. El director de la escuela sería el descendiente de ese primer vampiro en suelo japonés, por lo que hablaríamos de un monstruo mestizo con todas las interpretaciones suspicaces que ello conlleva.
Para la historia del género quedará ese one VS One final entre nuestro profe y el vampiro con el elegante y característico sonido de una flauta shakuhachi sonando de fondo. ¿Pueden imaginar un mejor ejemplo audiovisual de la globalización del terror?
Seguramente exista, pero yo aún no me la he encontrado.
Fuentes:
- Texto creado por Antonio Míguez [CoolJapan.es]
- Imágenes tomadas de: filmaffinity